Durante una etapa importante de la vida tiendes a pensar que lo más difícil es hablar, cuando lo complicado de verdad es permanecer callada. El silencio requiere un entrenamiento y una convicción fabulosos porque a la mínima lo quiebra una palabra, un suspiro, un ronquido, con los que en un instante queda claro que debes darte por perdida.
Cállate y hablará. La fórmula mágica la compartió un maestro antes de perpetrar mis primeras entrevistas. Funcionó. Porque una conversación es a veces un duelo en el que el que habla es el que arriesga. Compartimos un impulso primario que nos obliga a rellenar el silencio, como si este rasgo evolutivo tan humano que es la palabra quisiese dejar siempre constancia de lo importante que es. Todo esto se sabe y se entrena, pero dar con el ritmo adecuado, acertar con la duración de los silencios, acompañar el mutismo del rictus conveniente es muy difícil, una receta laboriosa que pocos abordan con éxito. Y cuando la combinación falla, el desastre puede ser total. Cada pausa suena entonces a ensayo e impostura, a mentira y representación. Y si, además de los silencios estirados y tramposos, las palabras se emiten en una frecuencia empalagosa, casi en susurros, con todos los alfileres marca de la casa pulidos hasta parecer que de la boca salen bolas de algodón a borbotones, el resultado es uno de los ejercicios de hipocresía política más zafios al que hemos tenido la oportunidad de asistir. Todo lo demás, todo lo que pretende con esa aparente rotación sobre sí misma, ya sabemos que es mentira, revisionismo barato, una charada a la altura de sus silencios aparatosos y ensayados. Así que, Macarena, no cuela.