La rivalidad económica, la competencia territorial, los intereses estratégicos o la simple animadversión personal siempre han generado fricciones entre los gobernantes. Fricciones que, en no pocas ocasiones, han degenerado en conflictos de carácter bélico de larga duración e, incluso, de magnitud tal que a punto han estado de provocar la devastación total de un continente, como la Segunda Guerra Mundial. Por ello, en la segunda década del siglo XXI, deberíamos haber aprendido que las guerras no solo matan a las personas y destruyen edificios, calles y ciudades, sino que potencian lo peor que llevamos dentro: ese monstruo que pierde la noción de lo que está bien y lo que está mal y decide seguir adelante en una loca carrera sin escrúpulos hacia el abismo.
Estoy convencida de que cuando Putin decidió invadir Ucrania, hace ahora un año, lo hizo creyendo que iba a ser un paseo militar. Una corta intervención como en Crimea que le permitiría hacerse con una gran parte del territorio oriental ucraniano y recuperar el control político de Kiev. Es más que probable que no entrara en sus cálculos que los ucranianos defenderían con uñas y dientes su hogar de una agresión réplica de las vividas en el siglo pasado. Sin duda, no consideró que en su memoria seguían abiertas las heridas por el Holodomor —los millones de ucranianos que murieron de hambre como consecuencia de la ocupación rusa—, por la opresión, por los intentos de asimilación lingüística, cultural y étnica.
Seguramente, Putin consideró que el ejército de la «madre Rusia» provocaría tal terror en los ucranianos que preferirían rendirse que enfrentarse a él. Pero, se equivocó y su error no solo está provocando la devastación de Ucrania y un coste humano, económico y social brutal en ese país, sino que también está arruinando a Rusia y ha puesto de manifiesto la debilidad del ejército ruso, la incompetencia estratégica de sus líderes, la falta de experiencia de campo de los soldados y lo obsoleto de su armamento. Y lo que debía haber sido un paseo se ha convertido en una pesadilla que amenaza con prolongarse y, lo que es todavía peor si cabe, extenderse a otros países por la simple cabezonería de un nostálgico de la era soviética.