Ser adolescente es como ser una potencia mundial, tan difícil de gestionar como Rusia. Es un planeta sin manual de instrucciones. El niño dice adiós, el joven todavía no apareció y todo es inmensidad sin mapas. Escuchamos a los expertos opinar sobre los dramáticos sucesos de los últimos días y nada nos tranquiliza. Es imposible explicar lo inexplicable. Existen un millón de razones y ninguna. Es una edad trampa. ¿Ha cambiado algo con respecto a los adolescentes de otros tiempos? Claro. Mudó el entorno. Pero muda con cada generación. Sí, es evidente que la pandemia que, a veces, todavía nos sigue pareciendo una mentira, como nos lo parecen las muertes de los seres queridos, no ayudó. No ayudó a ninguna edad.
Los datos, que son glaciares, se ponen feos y tozudos y lo señalan así. Ha crecido de forma exponencial el drama de las enfermedades mentales. A lo que se suma la casi total falta de recursos sanitarios. Si faltan medios en la salud física, digamos del cuerpo, en la de la mente, el agujero es gigante. La sanidad está en pañales, en los asuntos de la razón y la sinrazón. Se van creando redes de apoyo, en colegios, en institutos, en la propia sanidad, pero son escasos. La sociedad, como siempre, va supliendo ella sola, a veces, donde se hace evidente el problema. Pero en demasiadas ocasiones no se llega a tiempo.
Qué mal sabe que se pierdan vidas tan llenas de vida. Es el absurdo. Se habla del bullying, del acoso, que siempre existió, desde que el hombre es hombre y no deja de ser animal. Pero en ocasiones hay otra novedad que sumar a este drama de los adolescentes que se nos caen de las manos sin piedad: el acoso ahora es infinito, como infinitas son las redes sociales. Desde siempre, las palabras nos dañan. El lenguaje nunca es gratuito. Y el adolescente, que antes sufría un rato en las aulas, otro rato en el recreo y otro rato a la salida del colegio, ahora no deja de sufrir nunca, con que su ansiedad sin domar le lleve a (ad)mirar el móvil.
En esa pantalla, todo se agranda. El acoso se mete en su habitación, en su cama, en su armario, en su baño. Lo hace cada segundo que conecta el móvil, que entra en la Red sin red de nuestro siglo XXI. Los grupos los carga el diablo. Nunca hay dos seres humanos iguales. Está el que reacciona con distancia. Está en el que se hunde sin remedio. Pedir ayuda es la clave. Gritar auxilio al entorno es necesario. Pero es justo lo que más le cuesta hacer al que ya no es niño y todavía no es joven, al que está en el proceso necesario de matar la figura del padre para crecer y crecer.
El adolescente se encierra para encontrarse, y más de uno se nos pierde en ese encierro ficticio en el que se cuela la falta de piedad del acoso móvil que funciona, por desgracia, 24 por 7. Sí, veinticuatro horas, por siete días a la semana. Todo un infierno de año. Esa es la gran novedad. La exposición total del ser débil al cobarde. Ese cobarde que no aprendió que solo hay una norma: no escribas ni hagas ni digas jamás lo que no quieres que escriban, hagan y digan sobre ti.