Quizá ningún político ironizó más acerca de la democracia que el británico Winston Churchill (1874-1965), pero siempre lo hizo tratando de defenderla y salvaguardarla. Así, hizo sátiras con que «la democracia es la necesidad de doblegarse de vez en cuando a las opiniones de los demás», y no tuvo empacho en sentenciar que «la democracia es el peor sistema de Gobierno diseñado por el hombre, con excepción de todos los demás». Obsérvese que en ambas frases la idea de la democracia es enaltecida y salvaguardada desde el talento y el buen humor. Algo que podía permitirse el sutil político británico, sin riesgo de ser acusado de vanílocuo parlanchín. Porque no lo era. Es decir, utilizaba el humor para acercarnos a lo principal.
La esencia de sus referencias o frases sobre la democracia nunca se prestó a equívocos, porque partía de la idea de que era un valor absoluto no negociable. Cosa que no pueden decir muchos políticos de hoy y de aquí, que afirman defender la democracia al mismo tiempo que chalanean con todo aquello que constituye su esencia más innegociable. Algo que los votantes deberíamos de tener muy en cuenta cada vez que depositamos nuestros votos en las urnas.
No se trata de repasar aquí lecciones del sagaz Churchill, sino de volver la mirada sobre nuestros políticos de hoy y observar algunas de sus actitudes dudosamente democráticas. Porque la lucha por el poder no legitima la mentira y menos aún la calumnia o la descalificación ladina y marrullera. Algo que circula con cierta frecuencia entre los contendientes políticos españoles, cuyo discurso se debilita lamentablemente en procesos de descalificación de los adversarios o en trapaceras defensas de lo propio, aunque sea impropio. Porque la lucha por el poder se sitúa lamentablemente —y en demasiadas ocasiones— por encima de todo lo demás (valores morales incluidos).
No viene a cuento hacer aquí una relación de casos concretos, porque sería exhaustiva, y porque, de hecho, todos sabemos de qué va lo ya referido. Nuestros políticos están para ejercer con rigor sus funciones, y no para politiquear en busca de su provecho personal o partidista. Sin olvidar que todos los males de la democracia pueden curarse con más democracia, aunque muchos no reparen en esta real posibilidad.
Cuidar la democracia debería ser el principio fundamental del ejercicio público de nuestros líderes y representantes políticos, sea cual sea el partido al que pertenezcan. Porque, en mi opinión, una cosa es ser militante y otra muy distinta convertirse en siervo o lacayo de unos intereses absolutamente sectarios.