Lo de la secretaria de Estado de Igualdad, Ángela Rodríguez, Pam, supera varias líneas rojas. Subir a las redes un vídeo en el que unas jóvenes cantan, durante el 8-M, «¡Qué pena me da que la madre de Abascal no pudiera abortar!», mientras ella se enfoca sonriente, es lamentable. De dimisión o cese, porque es reincidente en este tipo de comportamientos zafios, como ironizar en público sobre la rebaja de condenas a los violadores tras la ley del solo sí es sí. Además, ni siquiera ha tenido la decencia de pedir perdón, sino que ha dicho que quienes la critican es porque nunca han asistido a una manifestación feminista. Los medios han informado ampliamente del asunto y se han cebado con la dirigente de Podemos. Repito, incalificable. Paralelamente, el ofendido Abascal ha llamado «locas de odio», «perturbadas» y «corruptoras de menores» a ministras del Gobierno, se supone que a las de la formación morada. En esa misma línea, hace unos meses tachó a Irene Montero de «enloquecida». Llamar dementes a las mujeres, y más si son feministas, forma parte del manual del perfecto machista recalcitrante. Nada nuevo, la agresividad habitual de quien ha convertido el insulto a los adversarios en arma política. En este caso, la repercusión, pese a la gravedad de los ataques, ha sido mucho menor, aunque se trata del líder del tercer partido del país. Muy pocos políticos o comentaristas han salido a defender a estas ministras vejadas por el dirigente ultraderechista, como hizo Feijoo, por ejemplo, con Abascal. Y bien hecho, por cierto. Esa forma de actuar en política es nociva y crea una tensión artificial y dañina en la sociedad. Ni los excesos de Pam, ni los de Abascal.