La RAE aún no admite influencer para definir a quien tiene capacidad de influencia sobre otros a través las redes sociales. Para el influyente recomienda vocablos alternativos, como influidor o influenciador, pero el término ya se ha popularizado. Los partidarios del lenguaje inclusivo seguro que prefieren el anglicismo, teniendo en cuenta que en España hay bastantes más influidoras que influidores. Las jóvenes creen que se trata de una actividad en la que se trabaja poco y se gana mucho; la primera premisa es cierta, la segunda se da en casos contados.
Para algunas, ser influencer es una profesión. Reciben ingresos por su tiempo y esfuerzo. Se consideran creadoras de contenidos, aunque se ocupen más del continente que del contenido. Tienen miles o millones de seguidores en Instagram, YouTube o TikTok, donde cuentan su vida diaria, su lifestyle: jornada laboral (azafata, farmacéutica, diseñadora, maquilladora), viajes a destinos turísticos o a casa de la familia, hábitos alimenticios o deportivos, compras en tiendas caras o en el híper, visitas a lugares de moda o a la cocina, cambios de look, de pañales o de pareja… No dejan de ser un tipo particular de modelos, que trabajan para agencias o incluso para firmas multinacionales.
La empresa Remitly ha realizado una prospección basada en búsquedas por parte de jóvenes que indican en Google sus preferencias profesionales de cara al futuro. Si comparamos naciones del mismo entorno, vemos cómo en los países escandinavos, bálticos y bajos (Finlandia, Dinamarca, Lituania, Letonia, Estonia, Bélgica, Holanda) y en algunos países europeos centrales y mediterráneos (Hungría, Bulgaria, Rumanía, Eslovenia, Serbia, Grecia) los jóvenes quieren ser, sobre todo, escritores; en Alemania, profesores; en Francia, abogados; en el Reino Unido, pilotos; en Italia, emprendedores; en Portugal, bomberos; en España, influencers.
Algo estamos haciendo mal en el ámbito educativo, sea docente o familiar, cuando los jóvenes quieren ser influencers.