¿Es consciente el presidente Sánchez del batiburrillo que se está montando en esta España nuestra, en la que ya empiezan a manifestarse hartazgos y distanciamientos quizá difíciles de atajar o reencauzar? Porque, ¿qué va a hacer para frenar el rencor o el odio que se cuela por las comisuras de demasiadas bocas, con frases de una descalificación continuada?
Sin embargo, a él todo esto no parece preocuparle, tal vez porque su admirado Valle-Inclán ya no está presente. Por eso quizá lo ha alabado tanto. Porque Sánchez, como el político veterano que ya es, ha comprendido que solo la combinación de buenas jugadas propicia la victoria, como ocurre en el fútbol, por ejemplo. Y así sigue desde que llegó al poder, combinando azares y estrategias. Y no se le pueden negar habilidades en sus regates.
Recuerdo el día en que, en un súbito arrebato cultural, se nos presentó como un gran admirador de don Ramón María del Valle-Inclán, para el que no encontraba parangón. Se vio que sabía poco del gran escritor carlista, que fue literariamente redimido por sus magníficos esperpentos. Porque fue así como el gran escritor se convirtió en un furibundo deshacedor de entuertos políticos, sin abandonar nunca sus inclinaciones políticas en permanente evolución.
¿De cuál de los Valle-Inclán es devoto Pedro Sánchez? No cabe la menor duda de que Sánchez admira al de la última etapa de su vida, al de los esperpentos. El problema es que en la España actual no hay ningún escritor de su estirpe crítica… y por ello Sánchez dará gracias a todos los santos. Porque convivir ahora con un Valle-Inclán no le hubiera sido nada fácil, entre otras cosas porque el escritor no se casaba con nadie, ni siquiera en aquella España envenenada que, seis meses después de su muerte, se enzarzaría en una brutal Guerra Civil.
Y todo esto ocurrió quizá porque, como dijo Castelao en una de sus viñetas, «no se puede ser ciudadano donde no hay justicia». Porque es la justicia la que nos permite crecer y ser libres.
El problema en España ahora es que tenemos demasiados contendientes con muy variopintas propuestas políticas y una estólida determinación de imponer cada uno las reglas que cree irrenunciables para satisfacer sus ambiciones políticas. Porque cada uno de los contendientes cree tener la razón de su parte, a la vez que niega la de sus adversarios.
Sí, estaría bien que hoy contásemos con un Valle-Inclán capaz de retratar el esperpento nacional en el que a veces se convierte nuestro patio público. Porque don Ramón sería capaz de fustigar lo necesariamente condenable con su magia esperpéntica, deshacedora de entuertos… Pero, ¡lástima!, Valle-Inclán ya no está ni se le espera. Lo cual —y ya sin temor a sus réplicas— le permite a Sánchez echarlo tanto en falta y alabarlo como el grandísimo escritor que fue y cuya obra sigue engrandeciéndose con el paso del tiempo.