Verse en una fotografía y no reconocerse. Ver a otra persona donde deberías estar tú. Podría ser el arranque de una novela, de una película, de una serie. Es carne de thriller, en el formato que sea. Es también —y mucha gente lo sabe— un instante desgarrador para quien convive con el alzhéimer. Que vivas tiempos interesantes, dice una maldición mil veces citada por Terry Pratchett. Y sí, han tocado. Son muy inquietantes esos filtros que en las redes sociales esculpen un rostro según los cánones actuales, en una especie de ejercicio wharholiano de multiplicación constante de la misma imagen. Quizá sea una síntesis perfecta de la máxima de la globalización: la replicación hasta el infinito, en cualquier país, de los conocidos como no lugares.
Porque verse en una pantalla y no reconocerse, saber que tienes que estar ahí, pero hay algo que falla en la imagen que se te devuelve, se ha convertido en una constante, en una tiranía de filtros contra la que a veces alguien se revuelve. Esta vez ha sido Karol G. Portada de una revista, no se reconocía en la imagen, pero los titulares llevaban su nombre. Una pequeña revolución dentro de un tiempo en el que las portavoces políticas se quejan, medio en broma, pero en serio, de que no salen bien en las fotos. No hace falta llevar mil filtros encima para intentar encajar en un canon imposible. Qué necesario es a veces parar esa fotocopiadora de estereotipos crueles.