En una secuencia de la recomendable Una razón brillante, el profesor Pierre Marzard (Dabiel Auteuil) se cruza por la calle con una mujer que se agacha a recoger la mierda que acaba de depositar su perro sobre la acera. Mazard, un tipo hosco que es profesor en una facultad de Derecho de París, repara en que la cívica genuflexión de la señora podría ser entendida como la humillación de un humano que persigue el culo de su perro a cambio de un poco de afecto. La escena contrariará a casi todo el mundo y sobre todo a los millones de personas que conviven con canes y que encuentran en ellos todo lo que un perro es capaz de dar. La relación de perros y humanos es una larga historia de intereses compartidos llena de relatos maravillosos que conviven con otros terribles en los que los chuchos son maltratados, torturados y abandonados. Durante El Confinamiento, los chuchos se convirtieron en un pasaporte para sortear el encierro gracias a una norma que quizá protegió mejor la salud de los canes que la de los niños. Pero, en ese camino hacia el respeto canino que todo el mundo saluda, asoma una nueva forma de maltrato que pasa por humanizar a los animales hasta convertirlos en perrijos, revelador término que describe a quienes no se han percatado de que ese ser con pelos cuyas mierdas recogen de la acera no celebra los cumpleaños, ni tiene ropero, ni psicoanalista, ni se hace la manicura, ni pasa temporadas en resorts de lujo como el Tiny Dog de Marbella, en donde los bichos reciben sesiones de spa, aqua-gym y reiki, acuden a un gimnasio especializado y meriendan en un bar con pienso premium a precio de angula. O no deberían. Perrijos, por cierto, que a veces también sufrimos los demás.