A punto de iniciar un largo período electoral, que durará todo el año, se cierne sobre la sociedad el peligro palpable de que la verdad desaparezca del debate público. También la serenidad, la objetividad y la moderación están ya en retirada, mientras la autocrítica se sustituye por el relato político interesado y por el espíritu cainita. Por eso, quizá sea más necesario que nunca ponerse a contracorriente y alzar la voz. Que se escuche el rechazo de los espíritus libres a una deriva tan nociva para la convivencia, la prosperidad y la democracia.
Mientras la propaganda de todos los partidos se esfuerza en crear artificios, la savia del país, que es la clase media, atraviesa uno de sus peores momentos, atenazada por una situación que le hace perder esperanzas y ganar amenazas. El exorbitado incremento del coste de la vida le recuerda todos los días la diferencia entre la fantasía de los políticos en sus tribunas y la cruda realidad con que se encuentra al salir a la calle.
La inflación, que no se debe solo a la guerra de Ucrania, sino también a la falta de perspectiva de la política nacional y a una errónea política monetaria del Banco Central Europeo, se ha convertido ya en un mal estructural. Y lo sufren los ciudadanos y las empresas.
Difícilmente bajarán los precios si la única medida consiste en aprobar insignificantes recortes en el IVA de algunos productos. Porque, mientras se pone ese parche —que ni siquiera cubre la carne y el pescado—, la economía se hace más dependiente de países que dominan los mercados, la energía, los suministros e incluso las materias primas esenciales para el futuro. Europa lo sabe, pero descansa plácidamente, y la política española apenas tiene capacidad de reacción.
Difícilmente se emanciparán los jóvenes o se revertirá la pérdida de población cuando el mercado de trabajo se debilita con la exigencia de más impuestos y cotizaciones, justo en el año en que más ingresa Hacienda, que sí aprovecha la subida de precios en su beneficio. O se hace inasumible comprar o alquilar vivienda, en medio de fuegos fatuos con proyectos de leyes intervencionistas sobre la propiedad privada, y promesas irreales que no tienen más alcance que lo que dura el mitin político.
Difícilmente puede confiar la sociedad en que se atiendan sus problemas básicos cuando la sanidad pública ve degradarse su calidad, la Justicia aumenta su colapso enlazando huelga tras huelga, la educación se desajusta y empeora con cada ley, y hasta la atención al ciudadano se sustituye por el desprecio a sus derechos, como sucede con la cita previa obligatoria, muestra de la burocracia más ineficiente en un país que se dice moderno.
Como se ve, todos los grandes ejes de la sociedad democrática están agarrotados. Va mal la economía, van mal las expectativas, van mal los derechos básicos. Por eso hay que reclamar a todos los políticos que miren al país real y no nos engañen más.
Nos engañan cuando nos dicen que la fortaleza de España está asegurada y se ha conjurado el intento de ruptura, porque en realidad lo que hace el Gobierno es satisfacer exigencias de los rebeldes, como fue el indulto a los independentistas y la desaparición del delito de sedición. Como fue el acercamiento al País Vasco de todos los presos de ETA, sin necesidad de que se arrepintiesen de su monstruosidad. O incluso las cesiones secretas a Marruecos, cuando ese país no cede en nada, ni siquiera en su reclamación de las ciudades españolas de Ceuta y Melilla.
Nos engañan cuando promulgan leyes que rebajan condenas y ponen en la calle a indeseables que cometieron atroces delitos. Esa irresponsabilidad ha convertido el Consejo de Ministros en un campo de batalla, pero no se ha producido ni un solo cese, porque el objetivo para ellos no es preservar el buen gobierno, sino seguir manteniéndose en el poder pase lo que pase. ¿Saben ellos lo que pueden desencadenar?
Nos engañan cuando nos dicen que los fondos europeos modernizarán el país, pero decenas de proyectos en la automoción o las nuevas industrias verdes caducan en los cajones de la Administración por falta de iniciativa política, y el dinero acabará sirviendo otra vez para aceras, rotondas, escaleras mecánicas y paseos marítimos.
Nos engañan cuando dicen defender sectores básicos de la economía. Porque, en cambio, la pesca es considerada en Bruselas un atentado medioambiental; los agricultores y ganaderos están abandonados a su suerte frente al incremento de costes, y ante el problema irreparable de la sequía no se toma una sola medida, salvo utilizarla para obtener rentabilidad política.
Nos engañan cuando hablan de cogobernanza, pero lo único que trasciende son los enfrentamientos entre Administraciones, que hacen demorar obras vitales, como hospitales y viaductos, o impiden el desarrollo armónico de España, como la diferencia ostensible entre las áreas mediterránea y atlántica.
Son demasiadas incongruencias entre lo que se promete y lo que se hace. Y todas parten de un lugar común: sostienen que su preocupación es servir a la sociedad, pero en realidad solo sirven a sus intereses. Basta ver, por ejemplo, las prioridades del Gobierno y relacionarlas con la mayoría que lo sostiene. Unidas Podemos, los independentistas e incluso EH-Bildu fijan la agenda de lo que se publica en el BOE. No deja de ser preocupante pensar que lo mismo puede ocurrir si llega a formarse otra mayoría y el Partido Popular tiene que plegarse a las exigencias de Vox.
Europa pierde relevancia en el concierto internacional, y cada vez se ve más lejano aspirar a una sociedad homogénea dentro de sus fronteras. Hoy la Unión es demasiado distinta: distinta fiscalidad, distintas leyes, distintas jubilaciones, distintos niveles de vida.
En España es la política mediocre la que impide que el país aproveche su potencia. Ni se reconoce el papel de los empresarios, ni se apoya a los autónomos, ni se dan expectativas a los jóvenes trabajadores, ni se abren caminos para la innovación en los sectores que están transformando el mundo. La división de poderes mal entendida es tal que no se logra acuerdo ni para renovar las instituciones constitucionales. Y basta observar la lucha personalista entre Sumar y Podemos para entender la profundidad de la división que trae consigo la ambición de poder.
Mientras tanto, en Galicia urge que la alta velocidad ferroviaria llegue a la fachada atlántica, pero urge también aumentar la velocidad de la modernización y conseguir que las políticas públicas sean aliadas de los ciudadanos, en lugar de freno a sus iniciativas. Cada vez se hace más necesario firmar un pacto de lealtad entre todas las Administraciones —autonómica, central y local— para garantizar mejores servicios públicos y menos parálisis burocrática. Solo con esa voluntad de cooperación entre las instituciones se podrá combatir el envejecimiento, evitar que sectores esenciales de la economía continúen languideciendo e impulsar las nuevas oportunidades de reindustrialización.
En Europa, en España y en Galicia, la sociedad tiene motivos para estar decepcionada. Ahora que va a empezar otro largo período electoral, es imperativo pedir a los políticos que no añadan más decepción. Que dejen de engañar. Y a los ciudadanos, que no se abstengan de utilizar su derecho a votar.