La vida acabó fulminando a aquel grupito encantador de adolescentes que entre pasillos custodiados por taquillas, colores flúor y lo mejor (y lo peor) que daba de sí una incipiente década de los 90. La decadencia se apoderó de los guapos de la clase y el que más y el que menos acabó enredado en películas tan malas que se han vuelto de culto y peores negocios todavía.
No deja de hacerse presente aquel Salvados por la campana y los derroteros quijotescos que fue tomando ahora que parece que la linde acaba para otra franquicia que tenía un título tan elocuente (y a la vez tan ficticio) como Sálvame. Quizá mantenerlo en antena día tras día, hora tras hora, comenzaba a acercarse más al encarnizamiento terapéutico. Desde luego, aquella televisión construida durante los últimos 20 años en los cimientos de la escombrera parece que empieza a derrumbarse, colapsando ante su propio peso y dejando paso a la incógnita de cómo será la era del entretenimiento posterior al desfile de personajes (en todos los sentidos y con todos los matices de término) ofrecidos a un ritual caníbal: iban a devorar el medio, pero acababan siendo fagocitados, rentabilizados y posteriormente escupidos. A lo mejor se puede utilizar aquí la máxima de este fin de semana de finales y principios: Dios salve al rey, porque el rey ha muerto.