Los colores de las ciudades

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Ed

14 may 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Hasta que estuve pasando una breve temporada en Salamanca, hace muchos años, no me había interesado por los colores de las ciudades ni lo que significan. Fue una de tantas epifanías. Paseaba aburrido en un atardecer gris y cuando el sol se puso a la altura de la vieja ciudad vi cómo las piedras se teñían de un color dorado rojizo casi irreal, como el del pelaje de un setter irlandés. Entendí entonces lo que había leído, sin darle mayor importancia, en la poesía de Unamuno, cuando dice eso de «en las tardes doradas de junio / semejan tus torres, de sol a la puesta / gigantescas columnas de mieses». A partir de ahí, empecé a mirar la piedra de los edificios históricos como lo que es: un código que delata lo que hay bajo nuestros pies, un vestigio que cuenta una historia remotísima.

En la Península Ibérica, los colores de las ciudades son un texto que, de hecho, se lee de izquierda a derecha y de arriba abajo: el gris del granito de las ciudades gallegas es el resto oscurecido y endurecido del origen mismo de la Península. El negro de los tejados de pizarra de Lugo a Segovia es el barro de los mares de hace cientos de millones de años, solidificado por el tiempo. Cuando voy en el AVE a Barcelona siempre pienso que el rojo apagado de los monumentos de Medinaceli es la arena oxidada del desierto que cubría media Europa durante el Pérmico. A este desierto siguió un mar somero en el que las conchas y los esqueletos de los pequeños vertebrados que lo habitaban, fosilizados, son ahora los colores claros de las catedrales castellanas: el tono crema de la catedral de León, el amarillento de la de Segovia, el blanco de la de Burgos… Si esta caliza se ha formado en tierras con óxido, se vuelve rojiza, como sucede con el Casco Viejo de Bilbao y con muchos edificios vascos y navarros, desde el teatro Arriaga de Bilbao a los bordillos del puente del Kursaal en San Sebastián, esculpidos en la piedra roja de Baztán. El beige de Barcelona, el gris verdoso de Vic, el blanco de Baleares y Alicante… Sevilla, efectivamente, «tiene un color especial», como cantaban Los del Río: es el Pantone 130 C, el de la caliza característica de la cuenca del Guadalquivir. Todos esos tonos dicen algo. Oviedo y Gijón, que están tan cerca, son de distinto color porque sus piedras se formaron cuando estaban en distintos continentes. En Madrid, dos tonos del blanco, el de la caliza del páramo y el de la piedra de Novelda, permiten distinguir los edificios públicos que se construyeron durante la Ilustración o la Restauración.

Hoy las piedras viajan por todo el mundo, lo que las hace aún más fascinantes. La Bank Express Tower de Estambul está hecha en granito rosa de Porriño, el aeropuerto internacional de Singapur en el blanco de Alicante, el Ayuntamiento de Malabo, en Guinea Ecuatorial, comparte piedra con la catedral de León. Pero mi piedra viajera favorita está muy cerca de mi casa, aquí en Madrid. En el Parque del Oeste se alza el Templo de Debod, el pequeño templo egipcio que Nasser regaló a Franco. He observado que la luz del atardecer hace brillar algunas de sus piedras con un tono rojizo que me resultaba familiar. Luego he sabido que, aunque el templo está construido con areniscas de Nubia, en el traslado se perdieron algunas piezas, que hubo que sustituir por otras lo más parecidas posibles «…del color de la espiga triguera», como diría Unamuno. Porque el caso es que esas piedras vienen de la cantera de Villamayor, como las de los edificios de Salamanca.