Viendo las imágenes del funeral por Silvio Berlusconi me acordé de que cuando llegó al poder por primera vez, en 1994, yo me encontraba en Italia. Iba camino de Yugoslavia, entonces en guerra, y me había detenido en Venecia para visitar a mi hermana Clara María, que estudiaba allí. Aprovechando el día de las elecciones, ella, su novio Juan y yo nos fuimos de excursión a Siena, en la bella Toscana, donde yo había pasado un tiempo años atrás. Nos alojamos en casa de una familia amiga mía, los Carlucci, que nos recibieron con hospitalidad. Pero en el aire flotaba la aprensión. La madre releía compulsivamente su ejemplar de L'Unità buscando algún pronóstico optimista sobre las elecciones, mientras que padre e hijo discutían sin parar cuestiones ideológicas que reproducían en forma de relación padre-hijo los debates internos de la izquierda italiana. Cansados del viaje, nos fuimos a dormir sin esperar el recuento definitivo, así que debimos de estar entre los últimos en enterarnos de que Berlusconi había ganado. No hizo falta preguntar, las caras en el desayuno lo decían todo. Pero nosotros habíamos ido a ver Siena y eso hicimos. Recorrimos esa ciudad hermosa y singular, toda del color al que prestó su nombre: sus calles estrechas de edificios medievales con contraventanas verdes, su plaza en forma de concha de vieira. Visitamos la catedral que quedó sin terminar a causa de la Peste Negra, y el Palacio Comunal, la venerable sede de la república medieval sienesa, donde se encuentra el famoso fresco de El Buen y el Mal Gobierno.
Este fresco de Ambrogio Lorenzetti es un tratado de política en las paredes. El pintor gótico lo concibió como lo que hoy llamaríamos una «experiencia inmersiva». Los Nueve, los gobernantes de la ciudad, entraban a la sala por una puerta que estaba justo debajo de la efigie de la Justicia y deliberaban teniendo enfrente la Alegoría del Buen Gobierno. La imagen de este aparece flanqueada de virtudes, entre las que destaca la Paz, que se reclina relajada sobre un cojín bajo el que asoma una armadura, por si acaso. La Concordia sostiene una cuerda que sujetan una fila de figuras: son sieneses de la época, retratados con sus rostros, entre los que me pareció reconocer a algún antepasado de los Carlucci. En la pared derecha, que recibe la luz de las ventanas del fondo, Lorenzetti pintó las Consecuencias del Buen Gobierno: una ciudad feliz, en la que los ciudadanos se dedican a sus negocios, trabajan, cazan, bailan o charlan tranquilos. En la pared izquierda, en cambio, donde la luz apenas llega, se pueden ver las Consecuencias del Mal Gobierno: la Tiranía reina en una ciudad de ventanas rotas y sobre un campo abandonado y quemado en el que se inscribe la palabra «Miedo». El tiempo ha querido subrayar el mensaje del pintor: mientras que la pared del Buen Gobierno se conserva en buen estado, la humedad y los años han ido borrando el Mal Gobierno, que parece que está siendo devorado por la blanca mancha de la nada. En la realidad, buen y mal gobierno raramente se presentan en sus formas puras, y lo habitual es que aparezcan mezclados en distintas proporciones. Pero, como todas las alegorías, el fresco de Lorenzetti es una verdad a la que se llega mediante la simplificación.
Regresamos a Venecia, donde el agua arrastraba por los canales los carteles de las elecciones con los rostros de los políticos, sus siglas y eslóganes. Y unos días después tomé un tren hacia Yugoslavia, el país que estaba siendo devorado por las mismas manchas blancas que se extendían por la pared izquierda del fresco de Lorenzetti.