Hace unas décadas se llamaba radicales a individuos revolucionarios, de extrema izquierda, partidarios de la lucha de clases como medio para subvertir el orden social desde la raíz. No obstante, según la RAE, radicales son todos aquellos que demandan, de modo intransigente, reformas extremas. Hoy en día, los más radicales están en la ultraderecha y, puesto que se está normalizando su entrada en gobiernos de la derecha, la derecha en su conjunto se está radicalizando.
Hace unos años se consideraba partidos radicales a Herri Batasuna, BNG, ERC o la CUP. Desde el 15-M, el calificativo se venía aplicando a Podemos y afines. En la actualidad, el más radical de los radicales es Vox. Vox lo niega todo: violencia de género, multiculturalidad, nacionalidades históricas, modelo territorial, cambio climático, etcétera; pero, sobre todo, niega la legitimidad democrática de un Gobierno encabezado por el factótum de todos los males: Pedro Sánchez.
Sánchez, ese político, aseado y educado, cual yerno que desearía cualquier madre tradicional, en el fondo es un ególatra, mentiroso compulsivo, que vendería su alma al diablo si no fuera porque tal vez él mismo sea el diablo. Una vez identificado el satanás, la cruzada se simplifica: hay que echarlo. Paradójicamente, para expulsar al mentiroso del cuerpo del Estado hace falta un exorcismo con pócima de mentiras. Bien saben los gurús del populismo que, en momentos de crisis, muchos prefieren la superstición a la realidad.
Con Sánchez considerado, por unos, un gobernante capacitado y tenaz, y, por otros, un personaje dañino y depravado, se imponen la polarización y el reduccionismo binario. Vamos camino de unas elecciones personalizadas, de cara a cara a dos niveles: Sánchez-Feijoo y Abascal-Díaz. El PP asume dos premisas: partir con las encuestas a favor y estar dispuesto a blanquear a Vox. En el salto a Madrid, Feijoo se creyó que mantendría dos de sus cualidades: el aura de buen gestor y la autonomía personal; sin embargo, se encontró con la fuerza de dos populismos confluyentes: uno externo, el de Abascal, y otro interno, el de Ayuso. Para convencer a indecisos, se ve obligado a una estrategia dual: fingir centrismo y animar al populismo. No es fácil moverse entre la moderación y la radicalización.