Estalla de nuevo Francia. Será indivisible, como presumen. Pero en su interior hay fronteras, costuras que se rompen más allá del eje territorial. Está esa Francia encantada de conocerse porque vive en el mejor país del mundo, el que parió la madre de todas las revoluciones, el de la libertad, igualdad, fraternidad. Como si bastara con decirlo. La que cabalga sobre el cine, la moda, la literatura, el lujo. La que agita con orgullo su bandera cultural (ojalá algunos copiaran esto). La que se mueve en coche oficial, transporte verde y velero. La que vende diversidad y oportunidades, pero sigue estando en manos de los mismos, los políticos y empresarios que producen su fábrica de líderes, la Escuela Nacional de Administración, a la que Macron, que también pasó por allí, ha transformado para intentar que no entren y salgan solo los de siempre.
Hay una segunda Francia que vivió momentos mejores, con trabajos dignos, bien remunerados, y con la sensación de ir en un vagón cómodo del tren, no con la de estar perdiéndolo. Esa parte del país que ha sufrido la deslocalización y que acabó enfundándose el chaleco amarillo. Amarillo de rabia por una forma de vida perdida o amenazada. Porque, lo que para otros es discurso y postureo, para ellos es frustración y sacrificio. Y está la Francia de los banlieues, una palabra imposible de traducir porque va mucho más allá del suburbio o de la periferia. Allí crecen los hijos de nadie. Tanto para la República como para su país de origen, siempre son los huérfanos del otro. Zonas olvidadas, sucias, como extirpadas del cuerpo. Allí donde apenas está presente el Estado o el Ayuntamiento. Tierra arada para la revuelta. Otra.