Estos días he estado observando con interés la propaganda electoral. No la de la actual campaña para las generales del día 23, porque a mí todo me hace pensar en otra cosa y me he ido a otras elecciones de hace bastante tiempo. De hace casi dos mil años. Me refiero a los comicios de Pompeya, que, como sabe de sobra el lector, fue destruida por la erupción del Vesubio en el año 79. Puesto que, poco antes de la catástrofe, se habían elegido ediles y duoviros, cuando llegó la lava a la ciudad, las paredes estaban todavía cubiertas de tituli picti, es decir, de pintadas que los arqueólogos han podido sacar a la luz otra vez. Las repaso en una antología bilingüe que compré en Italia hace años (Manifesti elettorali nell'antica Pompei, a cargo de Romolo Augusto Staccioli) y es asombroso comprobar lo poco que han cambiado las campañas políticas. Los candidatos enuncian promesas o recuerdan lo que han hecho por los ciudadanos durante su mandato. Hay políticos del ladrillo, que presumen de sus obras públicas y los hay del pan y circo, como un tal Aulus Clodius Flaccus, que les recuerda a los votantes que en las fiestas de Apolo trajo a la ciudad toros y boxeo (tauros taurocentas pugilis). También hay grupos de presión que piden el voto para uno u otro candidato: a Aulus Trebius Valens lo apoyan los vendedores de Focaccia; a Lucius Popidius Ampliatus, los jugadores de damas (latruncularis); a Ceius Secundus «lo apoya su padre». Me imagino que Aulus Vettius Firmus debió de ser un Berlusconi, un presidente de un club de fútbol famoso, porque piden para él el voto los «jugadores de balón» (pilicrepi).
Otras veces, las pintadas son sarcásticas, ejemplos de lo que podríamos llamar contrapropaganda. En ellas solicitan el voto para un candidato «los borrachos», «los esclavos fugitivos» o «los libertinos». Caius Lollious Fuscus tiene el respaldo de «las chicas de La Aselina», con indicaciones claras de que se trataba de un prostíbulo. A veces, un nombre impopular aparece cubierto con cal, a veces el eslogan se vuelve agresivo —«Si alguien no vota por Quintus, que le fustiguen»—. En una pared dice «Envidioso el que lo borre». En otra, un escéptico escribe: «Ambitione tot fraudes», es decir, «cuánto hace mentir la ambición».
Los políticos contaban con equipos profesionalizados que incluían suffragatores, encargados de crear redes de recogida de votos entre los empleados de baños públicos o los mendigos, y también a expertos en saberse los nombres de todo el mundo (nomenclatores) para soplárselos al candidato cuando los saludaba. Pero eran estos scriptores, los grafiteros, quienes llevaban el peso de la campaña. Trabajaban de noche, provistos de un candil y una escalera. Los había que citaban a Catulo y los había que incurrían en el vandalismo o en el error gramatical, como uno que profanó la estatua de la diosa Venus u otro que emplea el acusativo (cum discentes) en vez del ablativo (cum discentibus). Sus pintadas, sus tachaduras, sus errores y sus excesos son el relato silencioso, pero vivo de una de las pasiones humanas más incontenibles, la de la política.
Las elecciones se celebraron en marzo. Los ganadores tomaron posesión de sus cargos en julio. En agosto se despertó el Vesubio. Los ediles electos tenían derecho a nombrar, con cargo al ayuntamiento, varios asesores, entre los que se incluían un adivino y un tocador de flauta. Si el adivino realmente pudo adivinar lo que se les venía encima, al flautista se le debieron de quitar las ganas de tocar nada. Y la lava lo cubrió todo como un envoltorio, en espera de que dos mil años después, nosotros pudiésemos recoger este eco lejano.