Sin menosprecio a la Corte, por remedar al obispo mindoniense Fray Antonio de Guevara, que escribió su libro más celebrado en 1539, paso a referirme a las recientes afirmaciones del candidato a la presidencia de España Alberto Núñez Feijoo.
Alabó, en declaraciones y en un documental de campaña, su lugar de nacimiento. Reivindicó Os Peares, para subrayar su procedencia de niño del rural, de un pequeño pueblo ourensano, un cruce de caminos, e inició frente a la casa familiar la campaña electoral. Fue un homenaje a su origen, a la vez que un guiño solidario a la España despoblada, y más concretamente a las 3.225 aldeas gallegas que corren veloces hacia un vaciamiento inevitable.
Quizás Pedro Sánchez, en el debate cara a cara televisado, pensó que se enfrentaba a un aldeano escasamente ilustrado, y desde su arrogancia se encontró a quien, alabando a la aldea, no siente menosprecio alguno por la Corte. Años atrás, cuando llegué a estudiar a Madrid, era frecuente encontrarse con paisanos que, al ser preguntados por su procedencia, contestaban que venían de las capitales de provincia gallegas, y a la siguiente cuestión de su interlocutor, que inquiría si eran, por ejemplo, del mismo Lugo, se ruborizaban para citar su procedencia aldeana. Ya no ocurre así.
Alberto Núñez Feijoo siente, al igual que yo, orgullo de pertenencia, de saber de dónde viene, del lugar en el que fue feliz los diez primeros años de su vida, hasta que se fue a un internado de León, donde estudió el bachillerato. Y es aquí cuando aludimos a la frase atribuida a Rilke que afirma que la infancia es la patria del hombre. Resulta curioso que, de la decena de presidentes del Gobierno de España nacidos en Galicia, de Canalejas a Rajoy, pasando por Eduardo Dato, Portela Valladares o Santiago Casares, únicamente Gabino Bugallal tuvo la fortuna de haber nacido en un pequeño gran pueblo gallego. Era natural de Ponteareas. Presidió brevemente el Consejo de Ministros.
Nacer en una aldea es nacer en una estrofa de un poema de Rosalía o de Curros, supone amar el discurrir perezoso del río, amar la paleta de todos los verdes imaginados, aprender la lengua de los afectos y sentirse solidario con quienes nacieron y continúan viviendo en las 30.423 aldeas de España, de todos los vecinos de la España menguante, el territorio despoblado y semivacío al que no podemos abandonar. Ser de pueblo o ser de aldea es un canto solemne de amor a la tierra.