La revolución mexicana fue, al menos en alguna medida, un invento de Hollywood. Por ejemplo, Pancho Villa había firmado un contrato por el que cedía en exclusiva sus batallas a la Mutual Film Corporation, cuyos camarógrafos tenían el derecho legal a indicarle a qué hora debía pelear (entre las 9 de la mañana y las cuatro de la tarde) o si tenía que suspender el combate en caso de lluvia o nublado. De modo que la revolución se dirimió en horario de oficina y con guion del gran Raoul Walsh, a quien la Mutual había enviado a coordinar el rodaje. Los productores incluso le proporcionaron a Villa un vistoso uniforme de general de opereta que tenía que devolver al atrecista después de las tomas, no fuese a estropearlo. Hay que decir que Villa respetó escrupulosamente este contrato, del que sacaba un cincuenta por ciento de los beneficios. Pero cuando Walsh revisó luego el material se encontró con que las batallas eran demasiado realistas como para ser creíbles, así que repitió los planos en estudio y lo convirtió en una película de ficción en la que él mismo encarnaba a Pancho Villa.
Precisamente se cumplen estos días cien años de la muerte del mítico revolucionario y bandolero. Las dos cosas, porque, aunque Villa decía que solo robaba a los ricos, hacía demasiadas excepciones. Por eso su imagen en el México actual es más ambigua que la de Emiliano Zapata, y quizás por eso este aniversario no está teniendo demasiada repercusión allá. John Reed, el futuro líder comunista de Estados Unidos, estuvo con Villa como corresponsal de guerra y se esforzó en hacer de él un idealista, pero no había manera, porque el propio Villa se regodeaba en su lado brutal («yo disparo primero y luego pregunto» era su gran frase). Unos días repartía tierras a los campesinos; otros ordenaba masacres como la de San Pedro de la Cueva, donde mandó exterminar a toda la población y acabó ejecutando personalmente hasta al cura que había ido a proporcionarles la extremaunción a los reos. Su gran éxito cultural fue precisamente ese de construir un personaje que luego Hollywood convirtió en arquetipo y repitió hasta la saciedad en sus películas «de mexicanos»: el general de irregulares, caprichoso como un emperador romano, simpático y cruel, que se hace amigo del gringo de turno al que acaba queriendo matar. Raoul Walsh había hecho de Villa, pero luego Villa hizo del Villa que había inventado Raoul Walsh.
El general cumplió con su contrato hasta el final, porque incluso esa muerte de la que se cumplen cien años parece escrita por un guionista de Hollywood. Villa salió a su encuentro en la ciudad de Parral con la resignación de un Julio César. «Parral me gusta pa morirme», había dicho, augur y desafiante, y allá se fue con gran estilo, en coche, un Dodge de 1922 conducido por él mismo. Le esperaban emboscados sus matadores, que habían pagado a un campesino para que cuando le viera llegar gritase, de forma un tanto incongruente, «¡Viva Villa!». Y fue a este grito, y al de «¡Viva México, cabrones!», que llovieron sobre Pancho Villa más de ciento cincuenta balas, como en un espagueti western. Un famoso corrido dice que «Por eso murió emboscado, / con nueve balas en el corazón», pero no fueron en el corazón ni fueron nueve las balas sino doce, y la de gracia en la nunca. Lo sabemos seguro porque se conserva la camisa que llevaba Villa aquel día. Y eso que una de sus viudas, en una conmovedora inercia, zurció los agujeros y lavó las manchas de sangre. La camisa es 100 % algodón y hoy se conserva en Chicago, en el pequeño museo de una escuela de costura.