En España, la luz va por barrios. En Murcia, que ostentó en su día el título de «reino serenísimo» por sus cielos claros, suele haber más de ciento cincuenta días despejados. En cambio, en el noroeste algún año no alcanzan los treinta. Los niveles de insolación se pueden llegar a duplicar entre Bilbao y Cádiz. Esto se ve en un mapa especializado, pero otra manera de observarlo es en la obra de Sorolla. En El baño del caballo, la luz valenciana es tan brillante que parece casi blanca. En Bajo el toldo, pintado en Zarauz aproximadamente en el mismo mes del año siguiente, la luz vasca es mortecina. El ejercicio puede hacerse con muchos otros cuadros, porque Sorolla se recorrió España de punta a cabo para hacer una colección de paisajes para la Hispanic Society of America.
Está a punto de cumplirse ahora el centenario del fallecimiento del gran Joaquín Sorolla y es tanto un aniversario del arte como de la geografía, porque él convertía una cosa en la otra. Como un científico, se pasaba horas en la playa estudiando la atmósfera. Lo mismo que Constable se había inventado una taxonomía de las nubes a base de observarlas en Hampstead Heath, Sorolla dejó resuelta para siempre la cuestión de la luz mediterránea en las playas del Saler y la Malvarrosa. No es que la figura humana no le interesase. De hecho, se casó con su modelo, Clotilde, y sus retratos son extraordinarios, como uno de los que le hizo al doctor Simarro, el maestro de Ramón y Cajal, y que es la Lección de Anatomía española. Pero para él la figura era el estado de ánimo del paisaje, o al revés. Incluso en el mundo real, cuando fijó domicilio en Madrid se diseñó su propio jardín, que es una de las maravillas de esa casa que ahora es su museo.
Ese museo es un lugar tan hogareño que, más que un espectador, uno se siente un invitado que tendría que haber llevado vino para la cena. Cada vez que voy, siento que los cuadros me deslumbran. Se dice a veces que la luz de Sorolla no tiene los matices de la de los impresionistas franceses, pero la que no tiene matices es la luz levantina. Se insiste en el blanco de Sorolla, pero él llegó a ese color más tarde de lo que se piensa. Su luminosidad depende también, paradójicamente, de su uso estratégico del negro. También es característico su verde, y sobre todo su rojo, ese bermellón que quizás le acabó matando. También el blanco y el verde eran entonces venenosos, pero creo que debió de ser el rojo, que él no era capaz de dejar de utilizar, el que le hizo enfermar gravemente. Precisamente, empezó a sentirse mal en esos tiempos en que recorría España para preparar el mastodóntico encargo de la Hispanic Society, convertido de repente en un empeño titánico y doloroso, una especie de Capilla Sixtina que consumía todas sus energías. Miguel Ángel escribió poemas en los que se queja del esfuerzo inhumano que le exigía el papa. Sorolla le escribía cartas a Clotilde, que ella leía en el patio andaluz de la casa de Madrid. «Yo no debería pintar ya más. No debería haberme comprometido con esta obra tan larga y pesada». Para poder pintar con sus dolencias artríticas, Renoir se ataba a las manos los pinceles, Sorolla estaba metafóricamente encadenado a los suyos. Murió el gran pintor en una casa de la sierra de Madrid un día que atardeció del mismo color bermellón que había acabado con él. No llegó a completar el encargo de la Hispanic Society, pero, cuando visité su sede en Nueva York hace unos años, vi que colgaban allí los cuadros que pudo terminar: una grandiosa geografía de la luz.