El de Rosalía de Castro de Lugo es uno de esos parques tardorrománticos con los que se adornó a tantas ciudades de España entre finales del siglo XIX y principios del XX. Tiene un hermoso mirador de piedra y azulejo, con una pérgola desde la que se puede contemplar la sinuosa curva del río Miño, transcurriendo allá abajo, a espaldas de la ciudad, un signo de interrogación, una ese de lodo y agua... Hay en este parque viejos árboles grandes —chopos, castaños de Indias, secuoyas casi inmortales, un famoso par de abetos—. También hay una caseta de dimensiones liliputienses en forma de templete chino, como los de las tazas de café de las abuelas, en cuyo interior un empleado municipal vestido de azul de Vergara y provisto con un largo palo recoge los patos al anochecer. Hay un quiosco para los músicos, que por su elegancia y su decadentismo parecería destinado a una banda militar austro-húngara. En mis tiempos había también pavos reales que desplegaban su plumaje estampado como el de un abanico japonés y lanzaban su graznido característico —¡Paaa-á!— que todos los niños de Lugo sabíamos imitar a la perfección.
Pero hay algo más en el parque que siempre me ha atraído especialmente. En un lugar relativamente apartado bajo el techo de una pajarera y protegido por unas verjas de hierro forjado se extiende un gran mapa en relieve de la península ibérica. De niño me parecía algo fabuloso. Cada ciudad de cierta importancia estaba señalada con una pequeña bombilla encendida. Las cadenas montañosas, la meseta, las rías, el valle del Guadalquivir… Todo estaba medido con precisión. En aquel silencio, el agua corría por los cauces de los ríos con el canturreo del caño de una fuente de La Alhambra. El remedo del Duero se desplazaba lentamente, digamos que machadianamente, como su modelo real, porque caminaba sobre una superficie casi plana, hasta que llegaba a Portugal y se precipitaba desde Los Arribes hacia Oporto. Los ríos cantábricos eran rápidos y cortos, como lo son en la realidad. El Guadalquivir inundaba ocasionalmente el borde del mapa. Atlántico y Mediterráneo rodeaban la Península: el primero oscuro y profundo, el segundo más claro sobre un fondo somero y pintado de blanco; lo que, consciente o inconscientemente, en verano lo acercaba a la luz clara y limpia de Sorolla. Lo hizo el gran arquitecto Eloy Maquieira. Seguramente fue para él una obra menor entre tantos grandes edificios como diseñó, y sin embargo a mí me parece algo grandioso eso de ser autor de un mapa así.
El mapa ha tenido días mejores y peores. Cada cierto tiempo, un trabajador del ayuntamiento, como un dios lar benévolo, lo limpia, cambia las bombillas fundidas y ajusta el curso de los ríos. A veces transcurre demasiado tiempo entre mantenimiento y mantenimiento, y se atascan los nacimientos de los ríos o el agua sale a borbotones.
Hace algo así como un mes me encontraba yo en Lugo y fui, como siempre, a visitar el parque. En esos días, había estado viendo en las noticias las imágenes de la tremenda riada del Ebro, los vídeos de personas subidas a los techos de sus coches, rodeadas de agua como náufragos, esperando ser rescatados. Ya antes de llegar hasta donde está el mapa del parque tenía una corazonada. Y, en efecto, allí estaba: el Ebro desbordado anegando todo el valle como un charco. Sobre él navegaban a la deriva una colilla, una factura de una cafetería y una hoja de castaño por la que corría nerviosa una hormiga. Mientras hacía una fotografía, un gorrión vino a posarse sobre Guadalajara para beber.
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