Una regularidad empírica es que en los países ricos la natalidad es menor que en los países pobres y, dentro de los países ricos, las clases sociales pudientes tienen menos hijos que las más desfavorecidas. Que la gente tenga menos hijos a medida que es más rica no deja de ser un fenómeno sorprendente a primera vista, porque lo normal es que al aumentar la renta aumente también el consumo de la mayoría de los bienes y servicios, como la carne, los coches, la ropa o el ocio; únicamente disminuye el consumo de algunos muy contados como los productos de marca blanca o los viajes de larga distancia en autobús y que, por esa razón, son tildados de inferiores.
¿Por qué las familias tienen menos descendencia a medida que se vuelven más ricas? La respuesta a esta paradoja demográfico-económica, que muestra la correlación inversa entre la riqueza y la fertilidad dentro y entre los países, requiere analizar cómo se sacan adelante los hijos. El ingrediente más importante en la cría de los hijos es el tiempo de los progenitores y, especialmente, el de las madres. Si tenemos en cuenta el coste de oportunidad de las cosas, es decir, no lo que se paga explícitamente por ellas, sino la alternativa más valiosa a la que renunciamos para conseguirlas, se constata que, para criar hijos, los padres —y sobre todo las madres— deben sacrificar mucho tiempo. Así, a medida que la población se va haciendo más rica los salarios que las mujeres pueden ganar también crecen y, con ello, su tiempo se torna más valioso. Por lo tanto, el coste de oportunidad de tener descendencia es mayor y, como resultado, la cantidad de hijos es menor.
Pero no solo importa el coste de oportunidad. También es relevante el coste directo. En efecto, a diferencia de lo que sucede con los bienes materiales, la gente quiere tener hijos porque siente amor por ellos y, por lo tanto, desea que les vaya lo mejor posible en el mundo que les toque vivir. Y a medida que las sociedades son más ricas, la tecnología y la educación se sofistican y el entorno se vuelve más competitivo, lo cual provoca que la gente que cuenta con más educación pueda sobrevivir mejor que la que tiene menos. Sin ir más lejos, en un país pobre tener un cuerpo sano de diez años puede ser suficiente para sobrevivir, pues con esa edad ya es posible trabajar, tal como hicieron nuestros padres y abuelos. Sin embargo, en una sociedad como la actual tener un cuerpo sano de diez años no basta para sobrevivir. Es imprescindible tener un oficio o unos estudios superiores, que difícilmente se completan antes de los treinta años. Esto hace que el coste directo de tener hijos aumente, ya que se trata de darles alimento y educación a lo largo de una cantidad considerable de años antes de que accedan al mercado laboral.
La conclusión es clara. A medida que la sociedad es más rica, estos dos costes aumentan y el índice de natalidad se reduce de forma inexorable hasta el punto de lo que se ha dado en llamar invierno demográfico.