Va pasando el año del aniversario de César González-Ruano y tenía yo pendiente dedicarle un artículo, querido lector, como diría él en sus columnas, en aquel estilo característico de cuando los periódicos olían a tinta. Lo tenía en mente, pero no encontraba el momento. Pasó la fecha concreta (nació la víspera del Carnaval de 1903, lo que ya quizá anticipaba algo sobre su personalidad) y luego muchas otras fechas, hasta que por fin he decidido ponerme manos a la obra reuniendo mi «recado de escribir» (otra alusión ruanesca), no tanto para hablar de su vida llena de sombras, algunas muy, pero que muy negras, sino de su obra, que, aunque no absuelve al escritor, se merece un juicio aparte. Porque Ruano, hoy entre maldito y desconocido, fue durante décadas, seguramente, el articulista más leído de la prensa española, y sería uno de los santos patronos de los que hacemos esto, de haber tenido algo de santo.
Digamos que, como sucede tantas veces, el éxito de Ruano consistió en llevarse el bagaje de una profesión a otra. Él se había iniciado como poeta vanguardista en las luces de bohemia de aquel Madrid de los años veinte en el que los escritores buenos, malos y regulares eran náufragos a la deriva en el archipiélago de los cafés literarios. El columnismo era entonces una cosa menor, menor incluso que ahora. Ruano se apuntó a él por razones alimenticias y se las arregló para encontrar una técnica que le permitía escribir algo sobre nada, cualquier cosa sobre cualquier cosa, que es la esencia del columnismo literario («mal asunto quien necesita un buen asunto»). Se puso a ello con las herramientas de la poesía («las calles, ciegas de caballos»), aunque lo hiciese con la formalidad de un pasante de abogado, de 9 a 12 en un café. A veces excesivo, pero muchas otras brillante, su éxito fue enorme, y él lo quiso completar con su personaje: el del dandi encantador y siniestro de porte mefistofélico, tanto que incluso se parecía físicamente al diablo del Fausto de Gounod. Y no solo físicamente: en su paso por la Roma de Mussolini, el Berlín de Hitler, y sobre todo sus años en el París de la ocupación, se dice que hizo cosas terribles, cultivando flores del mal de verdad y no como los versos de Baudelaire, de quien Ruano escribió una biografía.
Pero a César lo que es de César. El éxito, que carece de principios, volvió a premiarle a su regreso a Madrid, donde se convirtió en el columnista mejor pagado de la prensa española. Durante los cincuenta y sesenta podía vérsele diariamente de 9 a 12 en el café Gijón y luego en el Teide, sobre la mesa la pitillera blasonada que le había regalado Alfonso XIII en Roma, escribiendo con un plumín escolar. Dorian Gray, pero al revés: era en él en quién se reflejaban sus pecados, mientras que su prosa permanecía siempre joven y pura. Cuanto más pecaba, mejor escribía, y cuando los excesos se empezaron a cobrar su parte, a veces la mano derecha le temblaba tanto que tenía que sujetarla con la izquierda para escribir. No hay mejor símbolo del escritor en el que conviven dos naturalezas opuestas, este de una mano que fuerza la otra. Hasta que Ruano, que tanto había abusado de la metáfora del cementerio, se murió en 1965 en el sueño, después de que su mujer le quitase las gafas como todas las noches. El artículo que había escrito horas antes se publicó la mañana de su fallecimiento. El último párrafo decía: «Voy creyendo firmemente que todo reside en la costumbre. Y que, muchas veces, la muerte puede consistir en ir perdiendo la costumbre de vivir».