De Alfonso Guerra cabría esperar algo mejor. Más brillante. Con sustancia. No un chascarrillo que merece un palillo entre los dientes y un codo en la barra. Lo de la peluquería y Yolanda Díaz produce un cansancio infinito. Aburre. Es un chicle mascado que ha perdido la gracia y la acidez. Que si el maquillaje. Que si la peluquería. Aunque se aprecia cierta evolución en el planteamiento. Antes mandaban a la interfecta a fregar su casa. Ahora, a las señoras les recriminan que están a otras cosas. Sus cosas. Se entiende que ellos, entre sobremesa y sobremesa, están salvando patrias. Todas y cada una. A tiempo completo. La española, la catalana y la andorrana, si hace falta.
Hace tiempo, Guerra dijo que él no era ni feminista ni misógino. Ni frío ni calor. Templadito. Teniéndose en tan alta estima intelectual, se le presuponía el conocimiento del significado de ciertas palabras. Sería aconsejable que buscara la definición de feminismo. Pero en el diccionario de la RAE, no en los discursos de Rubiales.
Guerra pelea en una batalla intergeneracional. Por un lado, están aquellos que no se conforman con decir que cualquier tiempo pasado fue mejor, defienden que el suyo fue pluscuamperfecto. Por el otro, los que creen que, en los últimos diez años, ellos inventaron la rueda y levantaron desde cero todos los derechos. Se ven libres de pecado y protegidos de toda perturbación. Ni una cosa ni otra.
Y sí. Se puede cargar contra la frase de Guerra, criticar las rebajas de penas ocasionadas por la ley del «solo sí es sí» y horrorizarse por la tiranía machista del régimen talibán. Peluquerías al margen, hay muchos y muchas progres de bote. De todas las generaciones. Pero eso ya es otro cuento.