Rastro de un libro

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

24 sep 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

En el colegio teníamos un profesor de religión que nos contaba la siguiente anécdota de Oppenheimer: de vez en cuando, el artífice de la bomba atómica se sentía tan abrumado por la enormidad de lo que estaba haciendo, que cogía el coche y se iba al desierto a leer la Biblia. Nuestro profesor había oído campanas, como cabía esperar de un sacerdote, pero se confundía de libro. Lo que Oppenheimer leía en el desierto de Nuevo México era el Bhagavad Gita, el hermoso poema hindú (y para muchos hindúes, también texto religioso), y, además, lo hacía en el original, porque había aprendido sánscrito.

Fuimos Pilar y yo a ver Oppenheimer, la película, y sale el científico epónimo leyendo el Bhagavad Gita, aunque no en el desierto, sino en la cama, con una compañera sentimental, Bhagavad Gita y Kama-sutra empaquetados los dos en uno. Poco antes, Oppenheimer también cita mal El capital, atribuyéndole a Marx una frase que, en realidad, es de Proudhon, pero da igual. La película es entretenida, quizá un poco larga, con diálogos muchas veces brillantes, interpretaciones magníficas, algún que otro maquillaje no muy afortunado (cuando el protagonista le pide consejo a Einstein, me parecía que quien se la daba era Harpo Marx) y una escena cumbre, la del despertar del poder del átomo, que nunca dejará de sobrecogernos, aunque sea en la ficción, porque sabemos que esa ficción es una inquietante realidad. «Si el resplandor de un millar de soles estallase a la vez en el cielo, eso sería el esplendor del Poderoso», dijo Oppenheimer al contemplar el hongo atómico en Los Álamos. Esa es una cita del Bhagavad Gita. Cuando lo supe, de joven leí el libro llevado por la curiosidad. Creía entonces (más que ahora) en el efecto de los libros sobre las personas y me intrigaba si en el texto podía estar el germen de la tragedia de Hiroshima y Nagasaki.

Se dice que Walt Whitman, el gran poeta épico de la democracia, dormía con un ejemplar del Gita bajo la almohada y que murió con su cabeza reposada sobre él. Pero también era el libro preferido de Himmler, el líder de las SS, que llevaba siempre consigo un ejemplar de bolsillo en el uniforme negro. La astronauta Sunita Williams lo repasa en el espacio, porque dice que le inspira paz. Sin embargo, el primer ministro turco Bulent Ecevit aseguraba que fue la lectura del Gita lo que le animó a invadir Chipre en 1974. ¿Qué es, entonces, lo que dice el libro para sugerir lecturas tan distintas? No mucho. El argumento es sencillo. En mitad de una batalla, Krishna y Arjuna conversan sobre las pocas ganas que tiene Arjuna de matar o morir. Krishna le convence para que se deje llevar, porque lo que importa es cumplir con el propio deber, sea cual sea. Gandhi lo leyó (en Londres y en inglés, en la traducción de Arnold) y quería que le gustase, pero le preocupaba su exaltación de la guerra. Hizo lo que siempre en estos casos, lo reinterpretó como una metáfora: el «deber» era la paz. Otro lector discrepaba. El terrorista que asesinó a Gandhi declaró que lo había hecho inspirado por el Gita y, de hecho, llevaba un ejemplar la mañana de su ejecución.

Años después de la explosión atómica, sospecho que Oppenheimer volvió a leer el Bhagavad Gita y encontró otro pasaje que le pareció más apropiado: «Ahora me he convertido en la Muerte, en el destructor de los mundos». Es la frase que ha quedado. Los libros no tienen vida propia, son solo un último esfuerzo de la palabra por permanecer. Pero a veces da la impresión de que hay algo en ellos que puede trascender por su cuenta y convertirse en una verdad.