El 20 de abril del 2015, un alumno de 13 años, del instituto Joan Fuster de Barcelona, acudió al centro armado con una ballesta y un machete, al parecer en el curso de un brote psicótico. Mató a un profesor e hirió a cuatro personas. En 2017, en un colegio de Alicante, otro menor hirió con un cuchillo a cinco compañeros. En 2019, en Valencia, un alumno agredió a su profesora y la hirió también con un arma blanca. La memoria de la Fiscalía General del Estado del año 2022 recogía la petición, a instancia de los fiscales de menores, de controlar la venta de armas cortantes a menores tras constatar el incremento de todo tipo de conductas violentas y delictivas cometidas por adolescentes. Parece una medida necesaria aunque, como demuestra el caso del alumno de 14 años que el pasado jueves agredió a tres profesores y dos compañeros en un instituto de Jerez de la Frontera, no podemos pensar que erradicaría por completo este tipo de agresiones: hay cuchillos en todos los hogares.
Este tipo de episodios pueden recordarnos las masacres escolares que, con alarmante frecuencia, protagonizan adolescentes y jóvenes especialmente, aunque no exclusivamente, en los centros escolares de los Estados Unidos. Allí no es que haya cuchillos en todos los hogares, muchas familias disponen de armas de fuego al alcance de menores. Es inevitable pensar la posible dimensión que alcanzarían los episodios mencionados si los agresores dispusieran de armas de fuego.
Aunque estos actos de violencia extrema cometidos en ámbitos escolares tengan elementos en común, especialmente en su ejecución, solo se pueden entender desde la particularidad de cada caso, ya que lo que desencadena el pasaje al acto de la violencia responde a algo individual. En el caso del chico de Jerez, un primer elemento a destacar es que su comportamiento nunca había sido violento. Desde el entorno escolar lo definen como un chico con problemas de relación, solitario, pero un buen estudiante. Todo lo contrario de quien presenta una pauta de conductas problemáticas o disruptivas. Al parecer, era objeto de burlas e insultos desde hace tiempo por parte de algunos compañeros que habían culminado, el día anterior al pasaje al acto violento, con el acto humillante de rociarlo con agua. En ese momento profirió su amenaza, que intentó realizar literalmente al día siguiente.
Según las informaciones difundidas, el agresor está diagnosticado de síndrome de Asperger. Esto puede ayudar a entender que solo pudo salir de la angustia por la certeza del acto: «¡Ya no podía más, he estallado!», le dijo a los policías que lo detuvieron. Las dificultades simbólicas, y la rigidez que caracterizan a las personas con síndrome de Asperger, pudieron ser un obstáculo para poder elaborar una respuesta diferente, más proporcional a la ofensa. El tiempo transcurrido entre la última humillación sufrida y las agresiones no disminuyeron su determinación, como demuestra el intento de avisar a algunos compañeros para que no acudieran a clase al día siguiente. Los posibles acosadores no sabían que a alguien vulnerable, y sin recursos relacionales, se le puede llevar a una respuesta violenta precisamente por su impotencia para poder responder mediante recursos simbólicos.
Este chico tiene 14 años, por lo tanto es responsable penalmente según la ley que regula la responsabilidad penal de menores. Lo expresado hasta aquí incluye elementos que deberían contemplarse en su proceso judicial, pero sin olvidar que entender algo no supone justificarlo. Cuando alguien tiene dificultades simbólicas para medir el alcance de un acto tan grave, la inimputabilidad absoluta redoblaría las dificultades que le impidieron a este chico medir el alcance desproporcionado de su respuesta a las burlas y humillaciones de las que era objeto.