Si matas al niño que fuiste, dejas de escribir. Pierdes la emoción. Esa fuente donde se originó todo. En esta teoría cree el nuevo premio Nobel, el noruego Jon Fosse, de 64 años. Un tipo peculiar que hace una literatura muy peculiar. Sin puntos y aparte. Sin puntos seguidos. Coma a coma, nos habla desde el alma con una frialdad que hace que un iceberg parezca una calefacción central y, con una emoción, que hace que una hoguera parezca una lágrima de hielo.
En sus palabras, descubrió escribir a los doce años y no pudo parar: «Es un lugar secreto, una suerte de refugio, un lugar únicamente para mí, donde podía esconderme y de alguna manera sentirme protegido». La crítica dice que su manera de emplear las palabras es tan única que es difícil distinguir sus novelas, de sus obras de teatro, de sus cuentos para niños. No hay géneros. Todo es Jon Fosse, en ebullición. Recuerda al gran clásico noruego, Hamsun. Es igual de visceral. De tremendo. Recuerda, por supuesto, a Thomas Bernhard, el autor austríaco que también utiliza como cometa el monólogo y que se quedó de forma injusta sin el premio.
Ojo para los que quieran probar de estos venenos. Bernhard, que es un escritor difícil, es miel al lado de algunos momentos de Fosse. En el nuevo Nobel no hay separación entre el alma y el cuerpo, por lo menos mientras se vive y se escribe. El cuerpo solo se separa del alma cuando es un cadáver. Está traducido a más de cuarenta idiomas y sus obras de teatro se han representado en todo el planeta. Su literatura es tan primordial que no conoce fronteras. El amor entre dos adolescentes que no tienen nada y lo tienen todo: están descubriendo el primer amor. Su trabajo va de temblar en un sofá y no ser capaz de sacar a pasear al perro, por culpa de la bebida. De mirar un fiordo y pensar en meterse en el mar y no volver. De los filos y las encrucijadas. Jon Fosse es un exbebedor y hombre de fe que piensa que los poetas son místicos y los místicos, poetas. No se anda con medias tintas cuando opina de literatura, la especialidad de la que ahora es campeón del mundo gracias a sus vecinos los suecos. Dijo que Dylan no se merecía el Nobel, «su obra está muy bien en las canciones», pero cuando se lo dieron todavía vivía Ashbery, el poeta inglés difícil que tanto le gusta. «Ashbery lo merecía mucho más».
Beatriz González y Silvia Bardelás, con su editorial De Conatus, están detrás de lo poco que hay publicado de Fosse en castellano. Es un orgullo que así sea. El mundo es de los valientes. Lean su Trilogía o su Septología, editada por las gallegas, o su Alguien va a venir, la primera obra de teatro con la que triunfó, y que lógicamente lo emparentó con Samuel Beckett y su Esperando a Godot.
Fosse es un genio de la pausa, del silencio. De las repeticiones. Esos trucos hacen que uno se meta en sus obras como si se dejase inundar por un océano de palabras. O tal vez que sus obras se metan en uno hasta dejarnos tan desnudos como desnudas están las voces que escuchamos en sus páginas. Es como un Lobo Antunes sin domesticar y al mismo tiempo más claro. Una pirueta complicada de conseguir. Profundidad líquida. Heidegger también le acompaña. Ama a Lorca. Y le inspiran las familias. Cuando hay dinero, hay problemas. Cuando no hay dinero, hay problemas. Cuando el dinero es suficiente, llega el desprendimiento de rutina.