
Allá por diciembre del 2018, en una de las enésimas manifestaciones indepes, un manifestante (agente rural) se encaró a un mosso antidisturbios y le espetó que estaba allí para «defender la república». El policía le respondió, en un perfecto catalán: «Qué república ni que “collóns” La república no existe, idiota». Y es que esta frase resume toda esta quimera sobre la que se sustenta el puigdemonismo y el relato separatista en Cataluña. Fingen defender algo que no existe para lograr mantener la tensión y, como no, sus propios emolumentos. El separatismo es un modus vivendi estupendo.
Puigdemont y alguno de sus «valientes» revolucionarios, después de declarar la república de los ocho segundos, les faltaron pies para huir del país, dejar tirados a sus correligionarios y buscarse un refugio dorado desde el que seguir con la soflamática separatista y con la matraca de la república. Pero claro ¿qué podían hacer para simular que eran algo más que prófugos de la justicia y revolucionarios de salón? Pues se inventaron un «consejo de la república» como simulacro de una especie de salón de la pelota. Había que disimular que ya no representaban a nadie más que a sus propios intereses.
En la paranoia separatista autorreferencial, cuando montaron este nuevo chiringuito, la principal discusión fue decidir si era el «consejo por la república» o el «consejo de la república». Naturalmente, ganó la segunda opción, porque en su distopía particular, ya existía una república, una república de cortísima duración, pero haberla, la había en sus mentes. Había un presidente exiliado, una especie de héroe homérico cuyas principales penalidades era saber si comería caviar iraní o ruso ese día. A ese dorado refugio de prófugos de la justicia, muchos se quisieron acercar, nos encontramos a varios exconsejeros de la Generalitat como Toni Comín, Lluis Puig o Lluis Llach (empeñado en seguir poniendo estacas a los catalanes).
La estructura de esta asociación privada (que es lo que es), más allá de arrogarse potestades legislativas, se basa en una oscura asamblea de cien miembros que pocos saben quiénes son y quiénes los han elegido. La opacidad es su principal característica. Se sabe que pagan cuota, es decir, podríamos estar en la primera democracia censitaria en forma de asociación privada. Según su página web, cuenta con 103.280 socios que pagan regularmente una cuota de 10 euros para mantener el consejo, poco dinero para muchas bocas y mucho boato.
Como vemos, supuestamente unas 103.000 personas, agrupadas en un club privado, se arrogan la representatividad de 7,5 millones de catalanes y quieren decidir la soberanía de 47 millones de españoles. En cualquier otro país esto sería un chiste malo. En el nuestro no. La razón es porque nuestro sistema electoral, nuestra cultura política y territorial permiten y fomentan movimientos populistas e iliberales. Tienen bien medidas las debilidades del sistema, utilizan los instrumentos de representación y las instituciones democráticas para destruir a la democracia e implantar regímenes de corte autoritario (como el proyecto de secesión del 2017). El problema está en que esas debilidades se han convertido en paroxismo, en el paroxismo del agotamiento del sistema y del entreguismo cortoplacista de un PSOE convertido en una mera maquinaria del poder por el poder. Por mucho que se empeñen en difundir una narrativa dicotómica «progresismos-ultraderechas», lo único que parece interesar a Sánchez es la permanencia y su trascendencia en la historia.