En guerra: la moral se va de vacaciones

Jorge Sobral Fernández
Jorge Sobral AL HILO

OPINIÓN

María Pedreda

05 nov 2023 . Actualizado a las 10:19 h.

Parece ser que nuestros jóvenes no leen periódicos. Asumido esto, deduzco que la inmensa mayoría de los lectores de estas líneas conocieron a Gila. Un escéptico humanista bienpensante que encontró en el humor sardónico una salida viable a sus inquietudes morales y políticas. Sobre la guerra: «¿Está el enemigo? Que se ponga... Que si vais a atacar a las nueve... Antes no, ¡que nos va mal!». Y así. La acidez que impregna el surrealismo mágico de Gila nos recuerda que las guerras son, en cierto sentido, un intento de otorgar a la violencia, a la legítima defensa si es el caso, al ansia de venganza, a los odios múltiples, un molde dentro de cuyos límites y reglas contener y ahormar los anhelos de destrucción del otro. En las guerras, siempre en plural: de los otros.

Así pues, podríamos convenir que las guerras «civilizadas» (valga el oxímoron) proporcionan un marco estructural a la violencia generada por conflictos entre grupos humanos. Ya sabe usted: aquello de que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Y, al amparo de este cimiento conceptual, se desarrolla todo el entramado jurídico que viene a llamarse Derecho Internacional Humanitario, y dentro del cual encajaríamos el coloquialmente llamado «derecho de guerra» (Convenios de Ginebra, por ejemplo). Pero el loable intento de proporcionar un cauce «ordenado» a la barbarie, a poco que nos lleve la corriente, nos impone altos peajes.

Ya que las guerras son colectivas, y enfrentan a unos con otros, los individuos actúan en ellas en tanto que delegados, representantes o encargados de su comunidad de origen. Soldados, con o sin sueldo, con o sin uniforme. Así, muchas de las inhibiciones personales habituales desaparecen o se flexibilizan. ¿Cómo y por qué? Porque ya no actúo en nombre propio, sino en el de mi tribu, mi comunidad política, mi religión, mi pueblo (y si ese pueblo dice de sí mismo ser el «elegido», la flexibilidad de conciencia adquiere límites gimnásticos). Para entonces, esa conciencia ya se ha expropiado, socializado, y ha transitado a «colectiva».

Matar ya es cosa de todos, y, hasta en los casos de menos apego a la causa común, es al menos una cuestión de obediencia debida. ¡Que busquen a los culpables en otro sitio! Los más fans pueden incluso disfrutar. Destruidos los códigos culturales de inhibición de la violencia, su simio interior se alegra. Y sus percepciones se ajustan a las de la mayoría: matar ahora se puede hacer con bendiciones en vez de reproches (si la guerra es «santa», ni le cuento). Hasta es posible que cuantos más enemigos elimine, más cerca esté de que le asciendan a héroe. Y si tiene mala suerte, habrá mutado en mártir, que tampoco es poca cosa; aunque en ese caso el disfrute ya sea para los herederos.

En definitiva: William James, el gran filósofo y psicólogo neoyorquino del XIX, bautizó a estos períodos como de «vacaciones morales»; los psicólogos californianos del XX les llamaron «desconexión moral»; los criminólogos de hoy en día les llaman «técnicas de neutralización» (de la culpa). La conciencia, y los estándares mínimos de bondad exigibles, intrínsecos a la propia dignidad humana, o se van de vacaciones o se desenchufan o quedan neutralizados. Llámenle como quieran. Y, entonces, aparece el lenguaje como sempiterno aliado en todo contubernio que oculta falsedades. Y lo que otrora hacían los terroristas, ahora lo hacen mis ejércitos. Aquellas matanzas que, si las hiciera un individuo aislado, calificarían a este de terrible psicópata asesino múltiple, ahora son acciones armadas, sometidas a tácticas y estrategias de los «estados mayores».

Si antes la chispa de ignición del motor era la maldad infinita de un cerebro perturbado, ahora lo es el derecho de mi patria, de mi etnia, de mis «correligionarios» (nunca mejor dicho). Y, así, mientras nadie duda que muchos actos de Hamás sean adjetivados de deleznablemente terroristas (que lo son), tipos como Putin y Netanyahu, no serán así calificados, como terroristas con y desde el Estado, sino como líderes responsables y atribulados en tiempos difíciles. Trampas macabras que engatusan a fieles, ingenuos y desinformados; al menos, durante un tiempo.

Ojalá sea breve. Y, pronto, el simio vuelva a su jaula, y los humanos vuelvan de sus vacaciones. Y nuestro carnaval cultural seguirá disfrazándonos de seres dignos. Bendita sea esa ficción. Cuanto más largo sea el carnaval, menos tiempo para las crueles y molestas verdades. Así, podremos seguir pensando que, lo de Gila, eran bromas.

Jorge Sobral es catedrático de Psicología de la USC y director del departamento de Ciencia Política y Sociología