Hay dos sitios que he visitado recientemente en Atlanta (EE.UU.) y que creo que no olvidaré: el Centro para los Derechos Civiles y los Derechos Humanos y el Museo Martin Luther King. En este último, hay un panel dedicado a Emmet Till, cuya historia sobrecoge al visitante. Ocho años antes de que Martin Luther se dirigiera a Washington para pronunciar su conocido y conmovedor discurso I have a dream, este joven afroamericano, de tan solo catorce años, fue linchado y arrojado al río Tallahatchie por haber supuestamente silbado, o coqueteado —nunca quedó claro—, con una mujer blanca. Todo ocurrió en el verano de 1955. Alentado por las fabulosas historias que contaba su tío predicador sobre la vida en el delta del Misisipi, el joven se empeñó en viajar con él hasta allí, a pesar de las reticencias de su madre, que tuvo la corazonada de que no debería ir. Esta zona contaba con la mayor concentración de población negra de Estados Unidos desde la llegada de esclavos africanos y su economía se basaba en cultivos como la caña de azúcar, arroz, tabaco y sobre todo algodón. También era la zona en donde se producían más abusos y violaciones de los derechos de dicha población, y de ahí los temores de la madre de Emmet.
Una vez en la ciudad de Money, junto a un grupo de adolescentes aparceros que habían estado recogiendo algodón durante todo el día, el joven entró en un colmado propiedad de una pareja blanca. La dueña, Carolyn, de 21 años, estaba sola en la tienda ese día. Según algunas versiones, Till al ver a la chica, le lanzó un chiflido de admiración y esta se ofendió. Otros afirman que Till al salir de la tienda se despidió de ella diciéndole chao baby, y una tercera versión se decanta porque empezó a coquetear con ella lanzándole frases como «No me temas. Ya he estado con mujeres blancas anteriormente». El caso es que el incidente no fue más allá. Pero para cuando el marido de Carolyn regresó, esta ya se había encargado de hacer que la anécdota se hubiera propagado por todo el pueblo. El marido buscó a Emmet y cuando dio con él, él y su medio hermano lo trasladaron a la fuerza a un granero de las afueras. Allí le propinaron una paliza, le dispararon en la cabeza y finalmente lo arrojaron al río con un peso al cuello. Tres días después, el cuerpo desfigurado del adolescente fue descubierto por dos chicos que se encontraban pescando en el río. Durante su funeral, —y aquí es donde me gustaría poner el foco— su madre tuvo el coraje de hacer algo que puede resultar a primera vista macabro, pero que resultó crucial para que el brutal asesinato trascendiera a nivel mundial: insistió en que el ataúd permaneciese abierto para que todo el mundo pudiera observar el estado del cadáver, completamente desfigurado. De hecho, esas fotografías fueron y siguen siendo material importantísimo del movimiento de derechos civiles. Con todo, en el juicio que tuvo lugar no mucho después, los dos hombres imputados fueron absueltos por un jurado compuesto por hombres blancos. Pero la historia no termina ahí. Lo más escalofriante es que en el 2008, Carolyn Bryan, confesó en una entrevista a Timothy Tyson, autor del libro The blood of Emmet Till (2017) que se había inventado la acusación y que Till nunca le dirigió ninguna palabra o gesto provocativo. «Todo eso —diría— no fue verdad».