The Crown empezó hace siete años a desgranar un drama de sangre azul enredado en lecciones de historia en un Reino Unido de posguerra. Fue aquella distancia temporal, apoyada en sólidos guiones, lo que hizo de la superproducción de Netflix una ficción apabullante. Con su aproximación a tiempos recientes, la serie ha ido desprendiéndose de su poso para acercarse a una telenovela obcecada en la mímica y en recrear las fotos de portada por todos conocidas. Tal vez porque de los Windsor hoy se sabe demasiado.
La temporada final se asemeja a una ceremonia de expiación por parte de sus creadores, acusados en el pasado de reescribir la historia con especulaciones y conjeturas. En su versión parcial de las últimas horas de Diana de Gales no hay margen para las sospechas y las maquinaciones que un día amenazaron con minar a esta monarquía. En cambio carga las tintas contra Al Fayed padre como el ambicioso inductor de una situación que se escapó de las manos. El momento catártico del accidente mortal de la «reina de corazones» intenta limpiar la memoria de la princesa, que había roto, dicen, con su novio para centrarse en sus deberes de madre y que ahora se aparece ante sus enemigos como un fantasma beatífico. Y libera al rey Carlos de su yugo, humanizándolo hasta extremos inverosímiles con su llanto desgarrador y la defensa visionaria de su difunta exmujer.