![Conferencia sobre inteligencia artificial en Shanghái en julio.](https://img.lavdg.com/sc/QZsre9Ls_v1_eSUJfrClf5D3b0w=/480x/2023/09/21/00121695318661605651361/Foto/j_20230921_193947000.jpg)
Por primera vez en décadas pintan bastos para los apóstoles digitales. Los guionistas se ponen en huelga, la prensa denuncia la vampirización de su trabajo y la Unión Europea acaba de alcanzar un acuerdo para regular los usos de la inteligencia artificial, para que «sean seguros y respeten los derechos fundamentales y los valores europeos». ¿Qué es lo que ha provocado ese giro? No ha sido solo la constatación de sus excesos. Han cometido un error. Y de los graves.
«El mundo será un lugar mejor», prometía el mantra favorito de Palo Alto, la meca digital del planeta, en la presentación de cada una de sus innovaciones. Alimentaban así el entusiasmo por crear maravillosas herramientas que «democratizaban» el consumo, promovían una «realidad aumentada», creaban aparatos ¡y hasta ciudades! smart (tan inteligentes que si un día hay un apagón dejarían de funcionar…) dando pie a una nueva religión llamada big data, el nuevo becerro de oro al que había que rendir culto.
¿Cómo lo lograron? A base de talento, sin duda, creando productos sorprendentes. Pero una de las claves, y no menor, fue el dominio del relato: namings y conceptos excelentes que siempre facilitaron una predisposición positiva y un marco mental favorable (y, ya se sabe, desde Wittgenstein «el mundo es el lenguaje»). Podríamos decir que construyeron su imperio a base de cookies, esas dulces galletitas difíciles de rechazar. Si había que hacer un poco de trampa creando laberintos inevitables para que fuese imposible no aceptarlas… pues se hacía. Y punto.
Pasaron de ser las «punto com» a las «y punto». ¿Alguien leyó lo que firmamos al aceptarlas? Un texto que más parece la venta del alma al diablo del Fausto de Goethe que el de un simple contrato. ¿El resultado? ¡Rock and roll! Saben cómo vives, con quién te reúnes, a dónde quieres ir en verano… Todo vale porque todo es futuro, y el futuro es siempre mejor…
Mirábamos atónitos (sí, también los juristas) a esa desbordante «nueva economía» llena de epítetos y frases hechas con las que se allanaban el camino: «imparable», «ha venido para quedarse…». El exceso de luz nos paralizó como un gato en una carretera en medio de la noche.
Solo podemos explicarnos ese papanatismo acrítico por la fascinación que provocó internet al dotar a la humanidad de un acceso libre al conocimiento, un auténtico giro copernicano en la historia. Sin embargo, habíamos perdido cosas muy valiosas por el camino. Las maravillosas galletitas, las cookies, habían ganado. ¿Alguien se imagina qué hubiese sucedido si se hubiesen llamado «arañas espía», que es lo que realmente son? Y de pronto sucede algo: irrumpe la inteligencia artificial con un nombre antiguo, que no tiene que ver con esa nueva economía (no en vano es una denominación de mediados del siglo pasado) y el castillo de naipes se resquebraja.
La opinión publica empieza a analizar las consecuencias de ese avance digital con otra mirada, recordando que en lo analógico es donde vivimos y que lo digital no debe de dejar de ser una herramienta, sujeta a las mismas normas que rigen para el mundo físico.
Artificial es sinónimo de conceptos como falso, ficticio, espurio, postizo y engañoso y se contrapone con lo natural, lo auténtico y lo genuino, provocando una alerta y un cambio irreversible del marco mental. Un error de naming que subraya, como diría Oscar Wilde, la importancia de llamarse… cookies. Y nos sumerge de lleno en las tres grandes preguntas heideggerianas: ¿Para qué? ¿Hacia dónde? Y luego, ¿qué?