En Cartas al Director alguien ironizaba con las supuestas dificultades para poner el belén: prohibidos el musgo y el acebo, problemas con la aplicación de las normas de bienestar animal, y no sé cuántos obstáculos más que llevaban al lector a una decisión drástica: devolver las figuras a la caja. Al mismo resultado llegaron mi madre y mi hermana. Desde que murió mi hermano, casi al final de la pandemia, mi madre lleva mal lo de poner el pesebre. Mi hermano era un niño de 59 años que disfrutaba con locura de la Navidad. Le encantaban los dulces de esta época y teníamos que vigilar para evitarle los excesos. Cuando la cosa se ponía mal, mi madre le decía: «¡Para, que te van a hacer daño!». Y él contestaba alargando la mano hacia la bandeja, riéndose: «¡Última!». Nunca era la última. Lo mismo con los regalos y con el belén. Le encantaba atiborrar de gente y bichos los aledaños del portal. Le decía a veces que aquello estaba lleno de gentuza y se reía. Este año mi hermana decidió recuperar la tradición. Se volvieron a abrir las cajas con las figuras. Estaban perfectas, como nuevas algunas. Pero ocurrió la tragedia: no aparecían ni la Virgen, ni san José, ni el Niño. Y eso era como si faltara todo. Por lo visto, las tres figuras, y no sé si también la mula y el buey, habían sido contribución mía. Así que me preguntaron si me las había llevado o si sabía algo de ellas. Subieron luego al trastero, por si las habían guardado aparte. No hubo suerte. Hacían falta el misterio y las tres figuras para que los Reyes Magos y Herodes, las ovejas y los perros, las lavanderas, los ángeles rodeados de pastores, los soldados y el molinero fueran salvados de la oscuridad de las cajas y pudieran brillar.