Dicen que la tradición de tomar las uvas en Nochevieja viene de 1909, cuando unos viticultores alicantinos, tras una buena cosecha de uva blanca, tuvieron la idea de vender paquetes de doce uvas para comer en Fin de Año, convirtiéndose posteriormente en tradición.
Pero hay registros previos que dicen que en el Madrid de 1880 la burguesía copió la costumbre gabacha de hacer fiestas privadas en Navidad donde se bebía champán acompañado con uvas. Al mismo tiempo, el ayuntamiento había prohibido las fiestas callejeras navideñas, por lo que la gente, para protestar, empezó a reunirse en el reloj de la Puerta del Sol a escuchar las campanadas, comiendo uvas a modo de crítica burlona. A partir de ahí, la costumbre acabó extendiéndose a todo el país y a Latinoamérica, donde la gente se reúne en las plazas de los pueblos para cumplimentar el rito.
El cambio de año tiene contenidos simbólicos que hacen referencia al fin de una etapa y el comienzo de otra; las doce uvas representan los doce meses del año a estrenar, y la pericia en masticarlas y engullirlas, la capacidad para afrontar los retos que se nos presentan.
Las uvas blancas simbolizan la prosperidad y las rojas la pasión, así que lo más razonable sería mezclarlas.
La tradición de las uvas es una de las últimas reliquias que nos quedan de ser una comunidad de destino en lo universal, como el chocolate con churros en Año Nuevo. Ya me tarda que algunos empiecen a comer panellets, gildas o aceitunas en vez de uvas, por aquello de la diversidad.
Todo muy bonito y tradicional pero lo de comerse doce uvas en doce segundos me parece una proeza que nos cuesta muchos atragantamientos fatales. Si las comes a pela y pipo, se hacen bola y acabas como un hámster, sin poderlas deglutir; y si las comes peladas, aunque más livianas, resultan imposibles de acompasar con las campanadas.
Otros pueblos menos aguerridos tienen costumbres más razonables a la hora del tránsito de año. Los italianos comen lentejas, los portugueses pasas y los japoneses fideos largos y finos que simbolizan longevidad; claro que los nipones son más prácticos y los templos budistas tañen 108 campanadas (así cualquiera).
Esta noche caben dos posturas: la del que aguanta el tirón para recibir el año y se la juega comiendo las uvas en doce segundos, después de haber mandado la foto de los langostinos por wasap, y la del realista que, acabando de cenar, manda disolverse a los presentes y espera las campanadas para asegurarse de que este año de sinrazones se acaba de una vez.
¡Feliz Año Nuevo!
Y apunten el hashtag: «Boicot a las doce uvas, coman solo seis». Pásalo.