Cuando murió Lenin, hace de eso hoy justamente cien años, la idea inicial del Partido era simplemente exponer su cuerpo para que el pueblo soviético le rindiese homenaje. Las colas fueron, en efecto, interminables y el ritual duró días. A pesar de eso, las gélidas temperaturas de enero hicieron que el cuerpo no mostrase, aparentemente, signos de descomposición, como si se tratase de un milagro. Es así como surgió la idea de embalsamar a Lenin para hacerlo eterno como un dios, aunque no fuera esa la comparación que se propuso oficialmente. Hacía poco que en Egipto se había descubierto la momia de Tutankamón y estaba de moda la inmortalidad, ese mientras que dura siempre. De forma que se procedió a la momificación, previa extracción de los órganos internos, entre los que se seleccionó el cerebro para su estudio en el laboratorio. El Partido estaba seguro de que se descubrirían en él las señales de una mente genial, aunque luego, una vez analizado por los científicos, se declaró secreto de Estado sin dar explicaciones.
La operación de embalsamamiento fue un éxito. Tanto, que corría el rumor de que en realidad lo que habían depositado en el mausoleo de granito rojizo era una figura de cera. A los niños les daba miedo, pero entre los novios soviéticos pronto se extendió la costumbre algo morbosa de ir justo después de la boda a visitar el cuerpo disecado y darse el primer beso de casados en la Plaza Roja. A lo largo de los años la conservación de la momia no dejó de plantear problemas técnicos, pero, precisamente porque las soluciones las proporcionaban científicos que vestían batas blancas, se consideró que aquello encajaba bien en la dialéctica materialista. Así lo entenderán los sucesivos líderes comunistas que, siguiendo la senda marcada por Lenin, se hicieron momificar también: Stalin, Ho Chi Minh, Dimitrov, Gottwald, Kim il-Sung, Mao…
Nunca ha trascendido la fórmula que emplearon los embalsamadores, lo que me ha llevado a mí a fantasear a veces con que se hubiesen valido de los secretos que sus predecesores egipcios dejaron garabateados en antiquísimos papiros. En ese caso, me pregunto si habrá acabado Lenin en el paraíso de los faraones, con los que, al fin y al cabo, compartía el culto a la personalidad y una política económica basada en las grandes obras públicas y el trabajo forzoso para el Estado. Me lo imagino siguiendo la misma ruta de los reyes del Nilo hacia el otro mundo, haciendo la travesía en barca al atardecer para enfrentarse a los acertijos de los dioses que guardan las puertas del más allá; porque el inframundo egipcio es como un cuento de Kafka. A los faraones se les enterraba con un documento que contenía las respuestas correctas, y yo visualizo a un funcionario del Partido deslizando las claves, en caracteres cirílicos, en el bolsillo de la chaqueta del difunto. Veo luego a Lenin enfrentándose al juicio de las almas, un severo tribunal presidido por el dios Osiris ante el que el acusado tiene que recitar todos los pecados que no ha cometido, como si se tratase de una versión muy antigua de los Procesos de Moscú.
Si Lenin logró pasar esa y las demás pruebas, cabe pensar que habrá alcanzado el Campo de los cañaverales, que es el destino último de las almas de los faraones. Y hay que suponer que más tarde habrán ido llegando también, uno tras otro, Stalin, Dimitrov, Mao, Kim il-Sung y los demás. Me los imagino a todos mirando a su alrededor, preguntándose desconcertados si no se habrán equivocado de paraíso.