Tatuajes

Luis Ferrer i Balsebre
Luis Ferrer i Balsebre MIRADAS DE TINTA

OPINIÓN

LUKAS COCH | EFE

30 ene 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Cada vez veo más gente tatuada, pero la generalización del cuerpo marcado oculta mucho más de lo que muestra. En los tatoos hay un qué y un para qué, tan profundo como la tinta que los taracea en la piel. Desdibujados los antiguos ritos de paso adolescentes, el joven actual se sirve del tatuaje para marcar su identidad. Estar tatuado supone la exhibición pública de la toma de posesión del cuerpo y también un signo que posibilita el sentimiento de pertenencia a un grupo de iniciados —en este caso los tatuados— que tan necesarios resultan en el proceso de construcción de la identidad. Aquí los grupos varían, no es lo mismo tatuarse una cobra de tintes fálicos que un infantil Snoopy, como tampoco es casual el lugar del cuerpo que se elige.

Cuanto más inseguridad, más se publicita lo que uno quiere ser y quiere que los otros crean.

Se podría distinguir entre quienes «se hacen tatuajes» y quienes «tienen un tatuaje».

Los que «tienen un tatuaje», son gentes «marcadas» que significan una herida vital grabándosela en la piel de forma imborrable: legionarios, marineros de la Piquer, yonquis suburbanos, roqueros estupefactos… En ellos el tatuaje es un recordatorio perpetuo de una herida.

Los que se hacen tatuajes son otra cosa, a veces son seguidores de la moda sin más, que nada dice de sí mismos y sí de su deseo. Cuanto más exagerado y visible sea un tatuaje más se dirige a los otros. A criterio de un boomer, el tatuaje resulta atractivo con condiciones: tiene que tener que descubrirse más que enseñarse, centellear entre los bordes de la piel y el vestido, y tiene que ser nimio como un guiño de complicidad.

 Lo demás es un exceso o un síntoma escrito en tinta sobre uno mismo.