SERGEI ILNITSKY | EFE

01 feb 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Aprovechando el centenario de la muerte de Lenin dejémonos de eufemismos y llamemos a las cosas por su nombre. Ni Lenin ni Stalin fueron otra cosa que vulgares criminales. Lenin mucho más inteligente y culto que su sucesor, el zafio Stalin, fue determinante en la historia del siglo XX. Ordenó el asesinato de la familia zarista (niños incluidos), lideró la Revolución de octubre, fundó la URSS, ganó la Guerra Civil y puso en marcha una dictadura del proletariado que le permitió hacerse dueño y señor del nuevo Estado comunista. Con la ayuda de las checas y los campos de concentración, conocidos como gulags se deshizo de los que él, y solo él, consideraba enemigos del pueblo. Su prematura muerte posibilitó que el mayor criminal de la historia de la humanidad accediese al poder. Si me diesen a elegir entre uno y otro en cuanto a calificar su crueldad lo tendría difícil. Pero sin duda me inclinaría por Stalin. La intención primigenia de Lenin fue acabar con los contrarios a la Revolución, aunque se le fuera la mano muy a menudo con sus correligionarios que llegaron a discrepar con sus ideas. Stalin, por otra parte, por su crueldad e ignorancia supina, acudió a las purgas de propios y extraños. Todo su círculo de colaboradores más íntimo jamás sabía si vería terminar el día o si recibiría la visita de su guardia pretoriana. Como todos los psicópatas con un poder omnímodo veía enemigos en donde no los había. A su muerte en 1953 compartió mausoleo con Lenin hasta 1961. Un informe de Nikita Jrushchov en 1956, siendo primer secretario del Partido Comunista de la URSS, dio lugar al proceso de eliminar el culto a la personalidad de Stalin más conocido como desestalinización. Mejor que duerman el sueño eterno por separado. Por si acaso.