Cuando lo escribí, se desconocía la pinta del cartel de la Semana Santa sevillana y quizá alguien pensó que estaba exagerando: «La única manera de desterrar la pornografía consiste en fomentar la cultura de la dignidad humana, del respeto por uno mismo y por los demás, que las personas vean como algo de mal gusto la erotización generalizada, incluso de lo sagrado, o la educación sexual zoológica». Las negritas las pongo ahora. No lo digo yo, harto de tanta simpleza. Lo dicen los polemistas, los glosadores, los que bromean y pintan memes. Todos perciben la erotización del Cristo: unos la defienden y otros la atacan, pero nadie la niega, salvo el pintor. Sin ella, la polémica desaparecería. Ni siquiera hubiera surgido.
Me pregunto a qué interés puede servir. Porque en el caso del anuncio de un perfume o de una cuchilla de afeitar, está claro: se supone que ayuda a vender más producto. ¿Y en el cartel de Semana Santa?: ¿A atraer más visitantes, quizá? Improbable. ¿A fomentar la piedad de los cofrades? Seguro que no. ¿A molestar al varón blanco, católico y heterosexual? Lo dudo. ¿Un ejercicio refinado de irreverencia? Puede ser. ¿Un modo de otorgar carta de naturaleza a ciertos comportamientos y obvias identidades sexuales? No lo descartaría. Podría seguir un puñado de líneas más, pero para qué.
Suena contradictoria la pretensión de proteger a los niños de los graves daños de la pornografía y, a la vez, pavimentar de erotismo los espacios de la vida social, de la cultura y del pensamiento, del deporte y de la religión. Zanahoria en la calle y palo en el algoritmo. Desquiciante. ¿Saldrán de ahí talentos grandes o instintos básicos, elementales? ¿Gente solidaria o gente solitaria?