A veces, la historia de una ciudad se resume en algo tan sutil como el color y el aroma de sus flores. Lo he pensado cuando visitaba Huelva. En sus jardines se ven ejemplares que no se encuentran en los del resto de Andalucía. Es la flora del imperio británico, traída de todos los rincones del mundo por las familias de los ingenieros y los empleados ingleses que venían a trabajar a las minas de Río Tinto a finales del siglo XIX. Esas minas fueron las que le dieron a Huelva un paisaje distinto al del resto de Andalucía. Son todos esos eucaliptos y pinares silenciosos, de pino canario, que caracterizan el pasaje onubense y que fueron en realidad importados para disponer de madera para el entibado de las galerías y para las traviesas de los trenes mineros. Las minas incluso trasplantaron algo de la vieja Inglaterra a Huelva. Eso se ve en las casas abuhardilladas del Barrio Obrero, con sus mansardas y tejados característicos, sus muros de carga y escaleras laterales; en los entablados de madera adornados de ventanas victorianas del Barrio de Bellavista en Rio Tinto mismo; en la manera de construir bungalós en Punta Umbría, donde las familias expatriadas buscaban la brisa del Atlántico para huir del calor del verano.
Aficionado a buscar causas lejanas a las cosas, pienso que todo esto se forjó en realidad hace millones de años. En el pasado remoto, lo que hoy es Huelva se separó de lo que hoy es la península ibérica y fue a chocar con lo que hoy es Estados Unidos, y aquel choque hizo que se formasen los depósitos de cobre de Río Tinto. Luego, Huelva, hija pródiga, volvió a reunirse con la Península. La línea de sutura todavía puede verse en la Sierra de Aracena, donde, si uno mira hacia el norte, ve el paisaje de esquistos y pizarras, mientras que si mira hacia Campofrío verá que las rocas tienen otro color. Luego la electricidad hizo indispensable el cobre para la fabricación de cables y Huelva se convirtió así en «la California del cobre». Llegaron a construirse más de mil kilómetros de vía para más de una veintena de trenes mineros, y en el filón de rojo rubí trabajaban los miles de obreros sobre los que Concha Espina escribió El metal de los muertos. Los administradores e ingenieros ingleses introdujeron el fútbol, entonces una novedad, y de ahí que el Recreativo sea el decano de la Liga. «En los picos de la sierra / los carabineros duermen / guardando las blancas torres / donde viven los ingleses» canta Lorca en el Romancero gitano. Los ingleses se enterraban luego en un cementerio privado bajo cruces célticas, porque la mayoría de aquellos «ingleses» eran en realidad escoceses e irlandeses, que en las fotos viejas aparecen con bigotazos y trajes de lana.
Como nada desaparece del todo, hoy aquella Huelva inglesa asoma en los detalles: en esos edificios singulares o en el habla popular onubense («a ti no te salva ni Maquei», por Alexander MacKay, un mítico médico de la Rio Tinto Company). Y también, como decía, en el color y el aroma de los jardines: en la aspidistra traída de Shanghái; en la lagunaria patersonia australiana; en esa orquídea tan característica de Hong Kong que hasta figura en su bandera; en ese tipo de ficus que crece en las selvas de Camerún y tiene hojas como orejas de elefante; en el iris albicans venido de Arabia; en la bellísima sparaxis tricolor surafricana, con sus tonalidades arlequinadas, descendiente de las semilla que, imagino yo, trajo en su equipaje la familia de un ingeniero de las minas del Transvaal.
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