Corrupción, culturas y naturaleza
OPINIÓN
Cuenta el Génesis cómo aquel esmerado invento divino, nosotros, se estropeó. La tentación del árbol prohibido prevaleció, y hasta hoy. Pecado, dolor y sudor en la frente. Así simbolizó la tradición judeocristiana el origen del mal. O peor: su naturalización. Desde entonces (o sea, desde siempre) el «mal» ha quedado improntado, sello indeleble de una naturaleza que, tras esa transgresión fundacional, fue condenada a luchar a brazo partido contra sí misma, en procura de un «bien» esquivo. Por su cuenta, los budistas andan enredados en su sutil dialéctica entre «la luz y la oscuridad». Y los confucianos aspiran, no sin cierto pesimismo al respecto, a que a sus gobernantes les adornen cinco virtudes: la rectitud, el decoro, la benevolencia, la sabiduría y la responsabilidad. Pasemos por alto que a los campesinos solo se les exigía ser «buenos trabajadores».
Así, Oriente y Occidente, y desde siempre, impulsaron una «naturalización» de tantos y tantos males que nos caracterizan. Y entre ellos, eso que llamamos corrupción. Con un agravante: lo que se naturaliza, se normaliza. No es baladí la cuestión. Porque vista así, la corrupción no deja de ser sino una insignia más de una esencia tan dolorosa como inevitable. Entonces, y maléficamente, la corrupción se autojustifica y expande, en un ciclo viciado. Es lo que veo en tantos, es lo que aprendo, es lo que hago. Y ya soy uno más en el menú de modelos en el escaparate. Aprendizaje social, le llaman a eso. Así se entiende mejor esa ristra de latiguillos comunes en el lenguaje de tantos ciudadanos: no se corrompe el que no puede, todo el mundo tiene un precio, el poder corrompe (y su anhelo, más), todos los políticos son iguales, y así. Y esa acaba por ser la representación social dominante sobre la cuestión. Hasta tal punto, que uno acaba por tener la sensación de que la comunidad piensa que ya solo queda una solución: el control coercitivo externo. La ley penal. Esto es, a la naturaleza, grilletes. Me parece que estamos ante una renuncia, cada vez más explícita, a cultivar amorosamente los controles internos: el bien por el bien, como un valor en sí mismo. No hablo más que de una moralidad autónoma, autosuficiente y poderosa en su singular debilidad. Claro que cuéntele usted esto a alguien (multitudes) imbuido de todo ese marco de creencias neoliberales y neodarwinistas: el triunfo es del individuo, si triunfas es que te lo mereces; en la selva ya se sabe, a quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga, los dioses están con los triunfadores. Individualismo y ausencia de compromiso social, como síntomas de la llamada «posmodernidad». Este es el ecosistema cultural en el que la corrupción no es más que una consecuencia lógica, con premio evolutivo por adaptación exitosa. Así que, ¡a por ello!, dirán muchos. Y en ese escenario, por supuesto, no todos los actores son equivalentes: hay personalidades más susceptibles de ser impregnadas por esa lluvia fina. Los cínicos e hipócritas maquiavélicos, los amorales psicópatas, los esforzados agricultores de su propia imagen. Aquellos a los que el riesgo no les disuade, les pone. Estos, nos dice la literatura científica, es probable que se corrompan. Se merendarán la ética organizacional de sus empresas e instituciones. Pero lo que no encuentro tanto en esa literatura es qué hacer al respecto. Si es que se cree que haya que hacer algo. Yo sí lo creo, ingenuo de mí. O cultivamos ciertos valores básicos, pocos pero buenos y claros, una educación en la bondad, la modestia, la posible felicidad en vidas sencillas, austeras; la riqueza como algo quizá deseable, pero en modo alguno necesaria; la compasión, la solidaridad, la construcción de estimas basadas más en el ser que en el tener, el superior aprecio del saber sobre conseguir, el sentido de comunidad como algo protector y a proteger... O eso, o entendemos que nunca triunfo si los demás fracasan... o corrupciones como las del asesor de Ábalos será el menor de nuestros problemas. Por cierto, no tengo ni idea, ni mucho interés en tenerla, acerca de si Ábalos estaba al tanto (o algo más) de las lucrativas actividades de su acompañante. Ahora bien, no me atrevería a descartar que hubiera sido engañado. Alguien que es capaz de escalar desde portero de puticlub a asesor ministerial, debe tener tales habilidades sociales, que vaya usted a saber. Mi anciano y querido padre, siempre me dice que no tengo ni un pelo de tonto. Pues ya me han engañado mucho en mi vida. Me temo que mi viejo no alude a la inteligencia de su vástago, sino a su rotunda calvicie a tiempo completo.