
Se llama Dani, tiene unos diez años y de mayor quiere ser limpiador de casas. Le encanta dejar todo impoluto. Lo que pasa, matiza Dani, es que en su cabeza alguna vez sonó una voz que le preguntó si limpiar no es un trabajo de chicas. No sabe de dónde le vino esa melodía. Pero la escuchó. Él mismo se dio cuenta de que no tenía sentido esa música y la apagó. Por eso ahora sí sueña con ser limpiador. Xoel tiene su misma edad y asegura que le importa un bledo si alguien cree que hacer ballet, algo que le encanta, «es más de chicas que de chicos». Pero reconoce que le llegó ese runrún. Va feliz a clase de danza y este fin de semana vio la película Billy Elliot y se quedó fascinado. Lo cuenta en una clase en la que la profesora María les habla de igualdad en torno al 8M y en la que Carmen también se arranca con su historia. Ella es la única niña en su equipo de fútbol y algo escuchó de que el balompié era cosa de testosterona. Pero reconoce que le importó entre poco y nada. Dani, Xoel y Carmen podrían tener otros nombres y sentarse en pupitres distintos. Porque en los colegios hay muchos críos que regatean el patriarcado, no siempre sin consecuencias. No nos engañemos. No les sale natural. No hay ciencia infusa en ese volantazo de la mente de Dani para dejar de creer que limpiar es de chicas a abrazar el sueño de ser limpiador. Hay padres y madres que intentan educar en igualdad pese a que habitualmente no viven en esa igualdad que pregonan. Hay maestros comprometidos con los valores del feminismo. Sí. Del feminismo. Y hay una conclusión clara: no trabajar la igualdad en casa y en las aulas no es mantenerse neutro, es perpetuar el machismo y los estereotipos de género.