Vamos camino del medio millón de leyes y reglamentos desde la restauración democrática. Y no es una errata: en uno de sus rigurosos estudios, titulado Los efectos económicos sectoriales de la complejidad normativa: datos de España, del 2022 (https://repositorio.bde.es/handle/123456789/29854), el Banco de España analizó la normativa dictada por todas las administraciones y nuestros veinte parlamentos entre 1979 y el 2022, y concluyó que en ese período se promulgaron nada menos que 414.272 normas.
Y hay más. Según el estudio, varias circunstancias potencian los riesgos inherentes asociados a semejante profusión: la producción regulatoria sigue creciendo según pasan los años; el ordenamiento jurídico resultante es cada vez más complejo; y las regulaciones abarcan cada vez más ámbitos. La tormenta perfecta. Así se explica que en el 2022 los múltiples boletines oficiales publicaran 1.329.865 páginas de regulaciones diversas.
Hasta ahí los hechos. Ahora toca preguntarse si eso es bueno, neutro o intrínsecamente malo. Hay mucha polémica a ese respecto, pero por mediar diría que la respuesta pasa por valorar objetivamente si una norma es necesaria, si ha sido bien ideada, si es unívoca, si es correcta técnicamente, si es equilibrada, si logra los efectos positivos que la motivan… o lo contrario.
Y ahí tenemos de todo: normas muy positivas, medianías intrascendentes y desastres objetivamente contraproducentes, cuyos efectos arrastramos durante años. Y en el medio, la técnica: vemos a diario normas parche que se superponen entre sí sin acordarse de que hay otra al lado que regula lo mismo; rayuelas que van remitiéndonos a una retahíla de artículos enlazados de otras disposiciones; normas espejo, que muchas autonomías tienden a promulgar aunque ya haya regulaciones similares del Estado o de otras consejerías; normas guadiana, que aparecen y desaparecen inopinadamente; o reglamentos que se enmiendan a sí mismos a partir del artículo doscientos… Una fábrica. Hasta ahí, nada nuevo.
Pero el informe del Banco de España aporta ahora una novedad: evalúa por primera vez el impacto económico concreto de esa profusión regulatoria. Y lo hace en términos nada favorables: según asegura, la complejidad normativa conlleva «un efecto negativo sobre la tasa de empleo y el mismo efecto dañino sobre el valor añadido», además de «distorsiones a nivel sectorial y costes sectoriales sustanciales», entre los que incluye una menor intensidad de mano de obra, salarios más bajos y una disminución de las tasas de inversión sectorial.
Es la pieza que nos faltaba. De lectura muy recomendable, el informe cuantifica fundadamente el alcance exacto de los impactos atribuibles a la profusión y complejidad regulatoria en estas cuatro décadas, con especial prevalencia en el sector agrario y en las empresas con menos de diez trabajadores. Un estudio del máximo interés.
Con todo, para operadores jurídicos y empresas el problema va más allá: no consiste solo en el número de normas o en la percepción ideológica que cada uno tenga del peso del Estado en la actividad económica, sino en el difícil manejo luego de semejante profusión, la excesiva presión sobre los sectores y la inseguridad jurídica que todo ello conlleva.
Frente a eso hay solución, claro, pero pasa por que las administraciones pu?blicas mejoren sustancialmente en la aplicacio?n de principios como la eficacia, la proporcionalidad, la seguridad juri?dica, la eficiencia y la participación real de los sectores afectados en la elaboración de las normas; que se eviten restricciones injustificadas a la actividad econo?mica, y que hagamos efectiva de una vez la deseada simplificación administrativa. En suma, que rememos juntos hacia una buena regulacio?n.
Lo curioso es que esas soluciones ya están en la ley: solo acabo de transcribir los artículos 129 y 130 de la Ley del Procedimiento Administrativo común, que lleva en vigor desde hace ocho años. Es una de esas leyes que sí han de existir.