En media generación o así es muy probable que ya nadie sepa qué es la quinta marcha, tan modernísima en los 90 que se la pusieron de nombre al programa de televisión en el que empezó Penélope Cruz. Comprar un coche nuevo que no sea automático empieza a ser una frikada y, la verdad, poco hablamos de esta rendición sin resistencia que deja para las abuelas cebolleta todo lo vivido en torno a una caja de cambios, que para nosotros fue algo así como la hoguera para el primer Homo sapiens.
Nuestra vida es la de los coches en los que hemos viajado porque hay más tema en ese catálogo que en varias sesiones de psicoanálisis. Del Land Rover con el que se atrevía tu padre recuerdas su atmósfera feliz y aventurera y una seguridad cierta a pesar de viajar sin cinturón, sobre carreteras intratables y con el cenicero repleto de colillas de Winston. Poca felicidad mayor que los primeros viajes con amigos, sin tutela paterna, en bólidos que eran perfectos aunque fuesen unos trastos, viejos bichos que pinchaban, se paraban sin explicación ni chivato que anticipase la tragedia y que además guardaban un secreto firme sobre todos tus excesos, porque no había radares, ni control de alcohol, ni cargador para el móvil, ni móvil mismo, ni spoti, pero sí una guantera repleta de cintas sobadas y una hora incierta de llegada.
La renuncia es tan estruendosa que Tráfico ya expende un carné especial para coches automáticos que evita a los conductores decidir cuándo han de meter tercera y practicar ese preciso baile de pies que distingue a los buenos conductores capaces de arrancar en cuesta sin ceder un milímetro, otra rareza porque ahora los coches tampoco se escurren en las pendientes. En breve también desaparecerá la marcha atrás. Lo veo.