En Francia llaman a aquellos urbanitas que se mudan al campo los neorrurales. En los últimos años se han documentado en el país vecino numerosos juicios bizarros, luchas entre los vecinos de toda la vida y los nuevos con protagonistas y discusiones sorprendentes. Los magistrados han visto pasar ante sus ojos casos como los de los gallos Maurice y Coco, acusados de llevar demasiado lejos su papel de reyes del corral y de ser la causa de las noches en vela de gentes que habían llegado buscando tranquilidad y sosiego. Los dos gallináceos se convirtieron en símbolos de la resistencia ruralita, pero Coco fue condenado al exilio. Unos ganaderos acabaron en los tribunales por el olor y el ruido que generaban sus vacas, insoportables para unos recién llegados. A otros les exigieron que rellenaran un estanque porque, en este caso, las que no callaban eran las ranas que allí moraban. Son choques entre los que estaban y los que aterrizan creyendo, quizás, que van a encontrar un reducto de paz más parecido a un bodegón que a una aldea viva. Pero la banda sonora que no siempre es la del jilguero y los olores van más allá de la lavanda. No se trata de un lienzo verde destinado a la meditación. Son roces que no hacen el cariño y que han llevado a Francia a aprobar una nueva ley para fijar límites en este tipo de conflictos. Los nuevos residentes no tendrán derecho a quejarse de las condiciones preexistentes. Si fueron antes el huevo o la gallina tienen preferencia. «Si elegimos el campo, debemos aceptarlo tal y como es», dijo Éric Dupond-Moretti, ministro de Justicia. Y no tratarlo como si fuera un parque temático a gusto del consumidor externo.