Peinar un archivo se parece a cribar lodos de un río en busca de pepitas de oro. Puede resultar desesperante hasta que brilla un grano de arena. También se parece algo a la pesca, más a la submarina que a la de orilla. En las zambullidas que tuve que pegarme entre los papeles de El Norte de Castilla, el diario más antiguo de España, tras el rastro de Miguel Delibes, encontré muchas cosas menores que alegraban aquellas tardes tan largas. Por ejemplo, oficios que la Dirección General de Prensa franquista remitía a los periódicos con órdenes y consignas de toda condición y que los medios repetían obligados. Algunas me hacían reír, como la que prohibía en tono amenazante cualquier referencia «al segundo cachalote pescado desde el Azor». Había muchos bulos e insidias sobre cómo pescaba Franco, sobre buceadores de la Guardia Civil que colocaban en el anzuelo de su caña las mejores capturas. Quizá dos cachalotes, pensarían los jerarcas de entonces, supusieran alimento extra para todas aquellas bromas, muchísimas, que tenían por objeto a su Caudillo.
Qué lejanos me parecían entonces, a principios de los años ochenta, esos tiempos de censura previa, primero, y de autocensura después. Tiempos en que los periódicos se jugaban el cupo de papel prensa racionado para todos: más para los incómodos y menos para los adocenados. Franco no cerraba periódicos, los adelgazaba, y nos salía mejor de precio que un Broncano.
Por supuesto, no se podía decir que don Juan había estado en el Azor, ave de rapiña más apropiada para bautizar un avión que para nombrar un yate. También se prohibió cualquier referencia periodística a un viaje clandestino de la mujer del sha, Farah Diba. Qué cosas pasaban.