Cuando uno oye a través de la ventana de la cocina —que da al patio de luces— los gritos de alegría de los seguidores del Leyma —que además de una leche es el equipo de baloncesto de la ciudad— que ha subido a primera división piensa en el abismo que nos separa de Cataluña, de sus elecciones y sus enredos —sus cositas— de las que, no se sabe bien por qué, nos llevan dando la matraca las televisiones, las radios y los papeles. Uno piensa en lo poco que nos importa. Los coruñeses han hecho este año una cosa inverosímil. Han demostrado que la alegría y la emoción que los grandes equipos multimillonarios ofrecen a medio mundo, esa misma, se puede conseguir con una ínfima parte de su dinero. Yo me sorprendo cuando algún amigo me explica que es del Madrid, del Barcelona, cuando en realidad solo visitó de joven Salamanca. Eso que ocurre con el fútbol —seguir los sinsabores y celebrar las victorias de los equipos ajenos— es lo que nos pasa con Cataluña. Hoy allí los catalanes y los charnegos votarán a unos tipos (Illa, Puigdemont, Aragonés) que desde luego no son de los nuestros y nos interesan bien poco.
Lo bueno que tiene que hoy el Deportivo suba a segunda división es la alegría de vivir que nos une, la que hace que unos miles de desconocidos —aunque aquí nos conocemos todos— salten y griten como tontos y se abracen como si hubieran sobrevivido al fin del mundo. La felicidad en esta vida debería ser una obligación. Y es lo que deberían de darnos a cambio los que nos cobran el IVA.