Tecleo estas líneas ensombrecido todavía por el estupor y el shock emocional que suele coleguear con estos acontecimientos («sucesos», en el doble sentido de la expresión). Nadie se habitúa a percibir con una cierta normalidad eventos tan brutales y dolorosos como el que nos ocupa. Por cierto, hoy es fácil para mí simpatizar más que nunca con el buen periodismo: el de aquellos que dan noticias, y, generalmente con urgencia, las escoltan con alguna opinión o reflexión que añada valor a la propia comunicación de lo sucedido. Todos necesitamos comprender. Y no digamos si además pretendemos explicar a otros algo de lo previamente entendido. El crimen del abuelo de Huétor es un nuevo puñetazo encima de la mesa... Remueve el tablero, desordena las piezas del escenario, y todo se disfraza de caos y sinsentido.
Tópicos aparte, somos «sinnúmero» los abuelos que sentimos infinitas dosis de ternura hacia nuestros nietos. Y ello no hace sino activar, más si cabe, los motores de la angustia y el espanto. El señor en cuestión, 72 años, conduce un coche. Sufre un accidente: en él mueren su mujer y su hija. Él y sus nietos quedan heridos, pero sobreviven. Su yerno, el padre de sus nietos, le prohíbe verlos. Supongo que atribuyéndole al abuelo algún grado de responsabilidad/culpabilidad en la desgracia. Ocurrió en marzo. Hace unas pocas horas, el señor se encuentra en su casa con sus nietos, desoye todo tipo de súplicas y mediaciones, los mata y se suicida.
Como siempre, y aunque no haya algoritmos universales, los saberes acumulados nos permiten formular hipótesis razonables. Muchos crímenes solo se pueden entender (bien distinto de «justificar», quede claro ) intentando, por difícil que sea, bucear en el punto de vista , las circunstancias y, en general, la fenomenología subjetiva de sus autores. El abuelo tuvo que sufrir lo indecible. La muerte de mujer e hija tal vez nunca hubieran ocurrido en otro contexto, con otro conductor. La pena, el dolor y la culpa desde semanas atrás se anudaban en una soga que ahorcaba cualquier búsqueda de «sentido». La privación de contacto con sus nietos solo hizo más y más presente y atormentador el recuerdo del horror. Y así, este se perpetúa, se cronifica, se vuelve intrusivo, incapacitante, tóxico. Los que saben mucho del llamado estrés postraumático y sus efectos nos han explicado esto muy bien. La situación puede acompañarse de emociones tan poderosas como disfuncionales: incomprensión, búsqueda de los por qué (sobre todo, uno: el ¿por qué a mí), nada está en un orden que yo pueda entender. Y ello muta en una desazón pariente cercana a la ira y el odio; contra todo y contra todos. Pero, sobre todo, contra uno mismo. Y aparece en escena, entonces, el invitado que se cuela en tantos de estos crímenes: la búsqueda de soluciones, de restitución del equilibrio, del orden perdido y de ese sentido tan etéreo como esquivo. Sobran piezas en el tablero: yo, el primero. Sin futuro, sin placer, sin perdón, la existencia es una factura que no quiero ni puedo pagar.
Me suicido. Y amplío el campo de mi «yo»: me destruyo y, conmigo, todo lo mío, todo aquello que me constituye como tal. Punto final. Sugiero al paciente lector que (ahora que ya nos hemos hecho a la idea de en qué consiste la violencia vicaria, aquella en que las víctimas reales funcionan como «representación» de aquellos a los que dirigimos nuestro afán de dañar), podamos considerar un pasito más en ese camino. Lo que podríamos llamar «violencia vicaria reflexiva»: aquella en la que el asesino, matando a otros, da muerte a ese yo, a ese «sí mismo», que el dolor, el odio, la incomprensión, el abandono, la soledad, han construido. No se trata de desdoblamientos de personalidad, no. Es más sencillo: cuando veo, me veo. Y todo es horroroso. Fuego y destrucción, muerte, como final sanador y purificante. ¿Locura? Llámenlo como quieran. Una forma de entender las cosas. Poco frecuente, a Dios gracias. Pero no muy excepcional. Que las hadas eternas cuenten los más dulces de los cuentos a esos nietos.
Así sea.