Esta semana, mientras la televisión embadurnaba las paredes y los techos de mi casa con esa bacteria dialéctica indigesta y miserable en que ha venido a convertirse el debate político, mis ojos, huyendo de la pantalla, dieron por recorrer los lugares más recónditos de mi biblioteca, y se pararon —como el dedo que a ciegas marca un punto en la bola del mundo adonde un aventurero pretende dirigirse— en un pequeño volumen de Juan Ramón Jiménez que se titula Diario de un poeta reciencasado. Y, como en un agujero de gusano, me vi transportado a los años del joven andaluz que por Madrid frecuentaba la Residencia de Estudiantes y que allí pegaba la oreja a las paredes para oír la risa de Zenobia Camprubí, «la americanita». Yo conocí a Zenobia en una foto de la revista Nueva Estafeta, allá por 1979, y luego le leí las traducciones —del inglés, no del bengalí— de las obras de Rabindranath Tagore en unos volúmenes que me compré en La Habana hace casi cuarenta años.
Juan Ramón fue más allá. Se casó con ella y escribió el libro de poemas —en verso y prosa— que se escondía en mis estantes. Una de las cumbres de la literatura española del pasado siglo. Una obra que, pongo la mano en el fuego, ninguno de los que se insultan desde sus poltronas ha leído, ni falta que les hace.
Cuando a Juan Ramón le dieron el Premio Nobel de Literatura, en 1956, se encontraba en su casa de Puerto Rico. Tres días después se le murió Zenobia. Él, claro está, no recogió el premio. Murió apenas dos años más tarde.