Al final, las redes sociales son esos lugares en los que el hombre, la mujer, el cuñado y la vecina tropiezan en las mismas piedras. Otra vez ese embudo de boca infinita y de final mínimo. El algoritmo guiando al pueblo. Pues esta vez las flechas amarillas de muchos apuntaron hacia una chica que contaba a todos su plan sin fisuras. Acudir al concierto de Taylor Swift con pañales. Así de claro. I+D para no perderse nada. Que las necesidades fisiológicas no corten el rollo. Que no te agüen la fiesta tus propios orines. En esos momentos cumbres tiene que hablar el corazón, no la vejiga, esa robaplanos de nuestras películas. La experiencia 360 grados, el nivel 100 % de inmersión incluye mearse encima. Que así sea. Rienda suelta a la expresión física de las emociones.
Bastante martirio son los precios de las entradas de los grandes conciertos (y de los medianos también), las colas virtuales y presenciales, los aromas de mistura que afloran en las aglomeraciones y las esperas, las eternas esperas de todos los pasos del proceso. Pero no. Faltaba el sacrificio definitivo del fan. Que así sea. Sin duda, este es uno de esos dramas del primer mundo que explican muchas cosas, pero que no ayudan a resolver uno de los grandes misterios del universo: cómo es que no nos hemos extinguido todavía. Porque no nos cansamos de comprar boletos para el sorteo y seguimos sumando puntos para la oposición.
Hace poco, cuando un bólido pintó de verde el cielo en España y Portugal, algunos, por un instante, pensaron que llegaba el meteorito definitivo. Hay que ser comprensivos con esos a los que su voz interior susurró: «Por fin. Estaba tardando».