Ahora que se ha votado el Parlamento Europeo y que ni usted ni yo conocemos apenas a los candidatos de esa larga lista única que —por fin— iguala a todos los españoles, a uno le da la sensación de que se está inmiscuyendo en asuntos que no le conciernen. Además, nos resulta tan raro que se reúnan en Bélgica, ese país de tan siniestro pasado, o que una vez al mes trasladen todos su bártulos —como el circo Ringling, el de las tres pistas— a la ciudad francesa de Estrasburgo, que no entendemos bien para qué nos necesitan entre tantas excentricidades. Yo recuerdo que con Franco los españoles soñaban con salir del purgatorio e ingresar en el paraíso del Mercado Común, el territorio de la riqueza, la libertad y la minifalda. Nos las prometíamos muy felices hasta que los franceses empezaron a quemar nuestros camiones y tirar nuestras fresas y nuestros tomates por el asfalto de las autopistas del progreso. El yin y el yang.
España, que es un país lleno de hispanohablantes —y olvídese usted de la tautología, que ni están todos los que son ni son todos los que están—, tiene un lugar en Bélgica para hablar de Puigdemont y del Consejo General del Poder Judicial con unos testigos que se ponen cascos para entendernos. Por eso, si yo fuera presidente —no como Fernando García Tola sino como Ursula von der Leyen— designaría como sede subsidiaria la cafetería Manhattan de la plaza de Pontevedra de mi ciudad. Porque es circular, porque es muy grande y porque siempre estuvo ahí. Y se puede hablar de todo.