Vivimos tiempos extraños, asistimos casi impasibles a anuncios de ultimátum que pasan a integrar un relato en el que la falta de disposición para el diálogo y la negociación se ha convertido en moneda de uso común.
Sorprende la naturalidad con la que se ha asumido que el Partido Socialista y el Partido Popular anuncien sin rubor alguno que se van a reunir para negociar la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Ni el poder ejecutivo, ni los partidos políticos, son competentes para renovar el órgano de gobierno de los jueces. Esa facultad recae en exclusiva en las Cortes Generales.
Las sucesivas presidencias del Congreso de los Diputados y del Senado llevan más de cinco años omitiendo de forma flagrante el ejercicio de sus funciones al no convocar los plenos para dar inicio al proceso de renovación. Desde el año 2018 tienen a su disposición una lista de candidatos para cubrir las 12 plazas de vocales del CGPJ de origen judicial, de los 20 que componen ese órgano constitucional. Incluso el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha condenado a España por violar los derechos civiles de seis candidatos, integrantes de la Asociación Judicial Francisco de Vitoria. Sorprendentemente, el Tribunal Constitucional aún no ha hecho nada.
Resulta difícil asumir que los parlamentarios actuales estén atados de pies y manos por los partidos políticos, lo que no se corresponde con el mandato constitucional. Hay que recordar, tal vez también a los propios parlamentarios, que los miembros de las Cortes Generales no están ligados por mandato imperativo: tienen absoluta libertad de voto.
Las dificultades esgrimidas para la conformación de las mayorías cualificadas solamente son un obstáculo artificial creado por la visión partidista y cortoplacista de nuestro tiempo, terreno abonado a la trinchera, sin espacio para el debate serio y la consecución de acuerdos en beneficio de la sociedad. El Parlamento se ha imbuido de la fisonomía propia de los partidos políticos, y los diputados y senadores parecen haber renunciado a su libertad de escaño.
Y en este contexto llega el anuncio del presidente del Gobierno. O, mejor dicho, el medio anuncio, porque solo dice que se va a privar de la facultad de realizar nombramientos para los altos cargos discrecionales al CGPJ —como los magistrados del Tribunal Supremo—, pero guarda el secreto de a qué órgano se le encomendaría dicha función. Los precedentes no son nada halagüeños. En nada se mejora la calidad democrática poniendo en riesgo la separación de poderes.
Aristóteles dijo: uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras. Y se silencia que el Constitucional dejó bien claro hace 40 años que esos nombramientos estaban entre las funciones que obligadamente ha de asumir el Consejo.
Una verdadera medida de despolitización —porque haberlas las hay— pasa por el establecimiento de criterios objetivos y requisitos de evaluación para el nombramiento de los altos cargos de la Judicatura. Es necesario implementar un sistema objetivo de méritos que evite que el término discrecionalidad sea sinónimo de arbitrariedad, como ha ocurrido en el pasado. Solamente así los partidos políticos perderían interés en el CGPJ. Y de paso evitaríamos el actual desapego de los miembros de la carrera judicial hacia el CGPJ que, en muchas ocasiones, no pueden evitar pensar que prepondera la amistad frente al currículo.
Como dijo Mariano Bacigalupo (Buenos Aires, 1968), «la competencia profesional y la reputación contrastada de las personas elegidas son la mejor manera de embridar la influencia inevitable de los sesgos ideológicos».